¿Hasta qué punto puede el ser humano intervenir en el proceso de creación y mejora de su propia existencia? ¿Y hasta qué punto debe? Ninguna de las dos preguntas tiene una respuesta definitiva, pero la segunda cobra mayor importancia a medida que la ciencia va ampliando las posibilidades de la primera. Hoy la ciencia está llegando a una nueva encrucijada conocida como edición genómica que de nuevo nos hace cuestionarnos dónde están los límites de lo que es lícito o no, cuando se trata de tunear los procesos de la naturaleza humana.
Uno de las primeros relatos literarios de la historia de la ciencia ficción es el intento del médico Victor Frankenstein de recrear artificialmente un ser humano de carne y hueso. Con el progreso de la ciencia, la fantasía de Mary Shelley de practicar la ingeniería biológica humana ha ido tornándose realidad en formas cada vez más sofisticadas.
A lo largo de los años hemos vivido la aparición de los trasplantes, las técnicas de reproducción asistida, las tecnologías genéticas, la generación de órganos y tejidos a partir de células madre, los intentos de clonación humana o el desarrollo de prótesis que ya no son patas de palo, sino miembros biomecánicos capaces de responder a las órdenes cerebrales de sus dueños.
Tijeras para cortar y pegar genes
La última de estas revoluciones está en marcha ahora. En los años recientes se han desarrollado sistemas que permiten modificar los genes de la célula de una manera mucho más sencilla, eficaz y barata de lo que hasta ahora era posible. Entre estas herramientas destaca CRISPR-Cas9, nacida casi de la casualidad.
A finales del siglo pasado se descubrió que muchas bacterias llevaban en sus genes una serie de secuencias de ADN repetidas, separadas entre sí por otros fragmentos variables. Dado que se desconocía para qué servían, en 2002 se les puso un nombre simplemente descriptivo: Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas; o por sus siglas en inglés, CRISPR (pronunciado "crisper").
Al mismo tiempo, se descubrió que estas secuencias CRISPR aparecían asociadas a ciertos genes encargados de producir unas enzimas capaces de cortar el ADN; a éstas se las llamó Cas, en referencia a "Asociadas a CRISPR". Pronto se logró desentrañar cuál era la función de todo esto al descubrirse que los fragmentos variables entre las secuencias repetidas eran trozos de ADN procedentes de virus que atacan a las bacterias.
El sistema CRISPR-Cas resultó ser una especie de mecanismo inmunitario: del mismo modo que nuestros anticuerpos nos sirven para recordar las infecciones que el organismo ha sufrido en el pasado, las bacterias conservan la memoria de los ataques guardando pedazos del ADN de sus agresores. Si el mismo virus vuelve a invadirlas, esos fragmentos entre las secuencias repetidas sirven como ficha policial para identificar al atacante. Y una vez reconocido, las enzimas Cas se encargan de trocear el genoma del invasor para neutralizarlo.
Dos investigadoras, Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, y Emmanuelle Charpentier, entonces en la universidad sueca de Umea, lograron convertir un ignoto sistema de defensa bacteriana en unas finas tijeras moleculares para cortar y pegar fragmentos de ADN, como hace un montador de cine. Doudna y Charpentier comenzaron a publicar sus hallazgos en 2012. Y ya desde entonces, la comunidad científica comprendió que aquello era una revolución en la edición genómica. A las dos científicas comenzaron a lloverles los premios; entre otros, el Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2015, que recogían el pasado octubre en Oviedo.
Las aplicaciones del sistema CRISPR son incontables: la posibilidad de corregir fácilmente el ADN de las células allana el camino hacia la curación de enfermedades raras causadas por defectos genéticos. Pero también sería posible mitigar la agresividad de las células cancerosas, o conferir a las personas una inmunidad genética al virus del sida como la que posee una pequeña parte de la población. Como lo definen sus autoras, es "una nueva frontera en la ingeniería genómica". Pero tratándose de cortar y pegar ADN, su potencial va más allá de lo terapéutico. Hoy los dinosaurios de Parque Jurásico se crearían utilizando CRISPR. Si alguien quisiera resucitar a los mamuts, el proceso pasaría por el uso de CRISPR.
Embriones de diseño
Tampoco ha pasado inadvertida la posibilidad de modificar embriones humanos y reparar sus defectos genéticos, un viejo sueño de la ingeniería genética desde sus comienzos en los años 70. El primer intento empleando CRISPR se ha llevado a cabo en China y se publicó el pasado abril. Los investigadores utilizaron embriones no viables obtenidos de procesos fallidos de fertilización in vitro, y los resultados fueron más bien mediocres. Pero la publicación del estudio hizo saltar las alarmas, ya que modificar a voluntad los genes de un embrión se enfrenta a objeciones éticas: resurgen los temores del mito de Frankenstein, reconvertido en el retrato distópico de Aldous Huxley en su libro Un mundo feliz o en el del cineasta Andrew Niccol en su película Gattaca; es decir, crear seres humanos de diseño. Y por supuesto, la posibilidad de alterar embriones resucita también el fantasma de la eugenesia, la búsqueda del humano perfecto que guió la ciencia del nazismo.
¿Deben prohibirse estos experimentos? Aunque las aberraciones históricas y las distopías de la ciencia ficción suscitan la repulsa, el asunto es complejo, como lo demuestra el hecho de que varios cientos de científicos, juristas y especialistas en bioética de distintos países se hayan reunido este mes en Washington para deliberar sobre ello. Y la conclusión no ha sido tajante: la declaración final concluye que ahora "sería irresponsable proceder con cualquier uso clínico de la edición en células germinales [espermatozoides y óvulos]", pero deja la puerta abierta a que la cuestión sea "revisitada a medida que el conocimiento científico avance y la visión de la sociedad evolucione". En resumen: la investigación sobre edición genómica humana debe continuar, pero por el momento no en embriones destinados a la reproducción.
Los argumentos no son ligeros. Según cuenta Nature, el contrapunto a la discusión intelectual en la reunión de Washington lo puso una mujer que tomó el micrófono para describir cómo su bebé pasó sus únicos seis días de vida sufriendo horribles convulsiones, antes de sucumbir a su fatal dolencia genética. "Si tienen la capacidad y el conocimiento para arreglar estas enfermedades, ¡entonces háganlo!", dijo entre lágrimas. Tales casos justifican que exista una corriente formada por quienes piensan que emplear todas las tecnologías a nuestro alcance para erradicar por completo tanto sufrimiento es, más que una opción, una obligación ética.
"Es profundamente contrario a la ética prohibir a la gente el acceso a las tecnologías que voluntariamente quieran usar para ayudarles a llevar una vida próspera", asegura a EL ESPAÑOL Ronald Bailey, filósofo, escritor y una de las figuras más prominentes del transhumanismo. Los transhumanistas no solo abogan por el uso de la tecnología con vistas a reparar lo que no está bien; además defienden el uso de la ingeniería humana destinada a que las personas puedan llegar a estar "mejor que bien", como reza la misión de Humanity+, la organización mundial que reúne a muchos de sus partidarios.
Mejorar la especie
Las raíces del transhumanismo se remontan a los comienzos de la genética a principios del siglo XX, pero sus postulados comenzaron a formularse a raíz de las ideas expuestas a finales de los años 50 por el biólogo Julian Huxley, hermano del autor de Un mundo feliz. La corriente tomó fuerza en la década de 1990 y hoy se ha convertido en materia de debate global. Algunos de sus críticos la consideran una idea peligrosa, pero son numerosos los científicos, tecnólogos, filósofos y otros académicos que defienden el empleo de la genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial y otros nuevos desarrollos para mejorar la especie humana.
En las últimas décadas, los transhumanistas han visto en la robótica y en la biónica los campos fundamentales para el avance de la ingeniería humana. Según señala a EL ESPAÑOL el filósofo y escritor Zoltan Istvan, "existe la posibilidad de que en 10 o 15 años creemos un corazón robótico que rivalice con el humano. Cerca del 35% de las personas mueren de enfermedad cardíaca, por lo que los corazones robóticos pueden cambiar el mundo eliminando estas dolencias". Istvan es el fundador del Partido Transhumanista, al frente del cual aspira a la presidencia de EEUU en 2016 con el fin de "poner la ciencia, la salud y la tecnología a la vanguardia de la política estadounidense".
Cerca del 35% de las personas mueren de enfermedad cardíaca, por lo que los corazones robóticos pueden cambiar el mundo eliminando estas dolencias
Los transhumanistas ven ahora en CRISPR una oportunidad única. "Esta tecnología puede llegar a ser el avance más importante de la ciencia en el siglo XXI", valora Istvan. "No sólo puede utilizarse para curar enfermedades hereditarias, sino también para hacer a los seres humanos más capaces y funcionales de lo que nunca han sido”. El candidato presidencial, que según la cadena de noticias CNET es "el único que promete la inmortalidad", es un firme partidario del uso de CRISPR "en todos los modos y maneras". Y entre los objetivos que en su opinión deberían perseguirse, Istvan incluye "mejorar el cociente intelectual de los humanos, hacerlos invulnerables a las enfermedades y mejorar sustancialmente su salud general".
Para Ronald Bailey, hoy es precisamente el campo de la salud el más prometedor de cara a los objetivos transhumanistas. El escritor y columnista de la revista Reason sostiene que el uso de CRISPR "podría ralentizar y tal vez incluso revertir el proceso de envejecimiento, permitiendo a la gente llevar vidas saludables durante cientos de años". Sin embargo, admite que aún hay escollos en el camino: "Queda mucha investigación antes de asegurarnos de que la tecnología es segura".
El autor propone como umbral a superar "que la tasa de error de emplear CRISPR para modificar genomas no sea mayor que la tasa espontánea de mutación en humanos". Es decir, que CRISPR no estropee nada que no pueda estropearse por sí solo. Una vez alcanzado ese nivel de seguridad, prosigue Bailey, "no habría razón ética para no usar la tecnología con vistas a mejorar las capacidades humanas".