Cuarenta años encerradas "por locas": la psiquiatra que 'rescató' a las mujeres del Manicomio de Jesús
María Huertas trabajó durante 8 años con las víctimas del psiquiátrico valenciano de los horrores. "Tuvimos que enseñarlas a comer con cubiertos".
25 febrero, 2023 01:40"Adiós a seis siglos de manicomio". Con este titular se anunciaba el 18 de junio de 1989 el cierre definitivo del psiquiátrico Padre Jofré (Valencia), popularmente conocido como Manicomio de Jesús. "Fundado en 1409, saca a la calle a enfermos encerrados durante 50 años", continuaba el subtítulo. La instalación ostentaba el honor de ser el primer sanatorio mental del mundo, pero era de lo único que podía presumir.
Como recuerdan profesionales que lo conocieron, era un sitio "bastante ruinoso", en el que había capacidad para unas 500 personas, pero convivían hacinadas 1.500. Y pocos eran lo que Torcuato Luca de Tena llamaba 'renglones torcidos de Dios'. Tener un déficit mental, epilepsia o dejar de servir al marido podía ocasionar que alguien diera bruces en Jesús, lugar en el que, a pesar del nombre y de que estaba regentado por una congregación de monjas, había poco lugar para la fe.
El destino de la mayoría de las personas que aguardaban entre los muros del manicomio, una vez llegado su fin, fue la recolocación en otros centros. "Iban mal vestidos, como siempre, unos cuantos sin ropa interior, y no merecieron un traslado digno. Ni una sola ambulancia. Una anciana, inválida, levantada a pulso por cuatro hombres, fue introducida en un jeep, vehículo en el que realizó el trayecto", recuerda la periodista de la noticia antes citada, testigo directo del momento del traslado de los pacientes.
Para la mayoría, su destino iba a ser el nuevo hospital psiquiátrico de Bétera, un municipio de la Comunidad Valenciana nada desdeñable en tamaño, a poco menos de media hora en coche de la playa. Había abierto sus puertas en 1973 y, desde entonces, se habían ido derivando pacientes de Jesús paulatinamente. "En Bétera también hay enfermos que deberían estar en la calle y nadie parece estar dispuesto a afrontar esta evidencia", sentencia la crónica.
Nueve nombres
En algo se equivocaba el texto. Sí había un grupo de profesionales de Bétera que había comenzado a cambiar las cosas. Una de ellas era María Huertas, una psiquiatra que había empezado a trabajar en el centro en 1973. Sus ocho años allí, primero como residente y luego como médica asociada, los ha recopilado en el libro Nueve nombres (Temporal), una obra en la que, realmente, no habla de sí misma, sino de Ana, Amparo, María Jesús, Felipa, Dolores, Aurora, Blanquita, Margarita y Maria. Nueve mujeres que, efectivamente, no deberían haber sufrido los horrores del manicomio.
"Ellas son la representación de las 200 mujeres que teníamos en el servicio y de los miles de mujeres que pasaron en esos tiempos 30 ó 40 años encerradas en los manicomios", dice al otro lado del teléfono Huertas, que con la jubilación encontró por fin algo de tiempo para contar esta historia. Normal que antes no pudiera. En su curriculum acumula cargos como el de jefa de servicio de salud mental del Departamento 9 de la Comunidad Valenciana, promotora y codirectora del máster en Rehabilitación y Reinserción Social y Laboral de Personas con Trastornos Mentales Severos de la Universidad de Valencia, asesora de la Conselleria de Sanitat de la comunidad y también del Instituto de la Mujer de Madrid.
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"Aunque fueron sólo ocho años en el hospital psiquiátrico, marcó toda mi vida profesional, en el sentido de lo importante que es escuchar a las personas y a todas las circunstancias que hay a su alrededor", apostilla sobre el porqué de su libro.
Si María Huertas y su equipo nunca hubieran escuchado a Ana, esta mujer nunca habría vuelto con su familia tras 30 años de reclusión en Jesús. Su enfermedad fue el amor. Mejor dicho, el casarse con un violador maltratador. "Ana vivía recluida en su casa, atenazada por el miedo, que se le había metido en el cuerpo y la inmovilizaba y le impedía reaccionar. Ya no se arreglaba ni se relacionaba con nadie. Perdió el brillo en sus ojos. Dejó de limpiar la casa, de cuidar a la suegra, de preparar la comida y de quedarse en la cama. 'Me convertí en una muerta en vida que sólo deseaba desaparecer', nos contaba 30 años después. 'Y como ya no valía para nada, me metieron en el manicomio'", se puede leer en Nueve nombres.
El caso de Ana no era único y eso era lo que iban viendo poco a poco en Bétera. María Huertas recuerda la sorpresa que le produjo la primera vez que vio a las mujeres que llegaron del manicomio: "Cuando nos dieron la noticia nos alegramos mucho y preparamos una recepción para que se sintieran cómodas y vieran que aquí íbamos a trabajar por su bienestar. Cuando llegaron, la situación fue tan tremenda que nos dejó sin palabras. Llegaron mujeres inválidas a las que había que ayudar a andar, que solamente miraban al suelo y que lo único que hacían era buscar un sitio donde poder sentarse con la cabeza caída".
Como no lo podían saber de su palabra, lo que hicieron en Bétera fue recurrir a los historiales para ver los motivos del internamiento de cada una y así poder llevar a cabo su trabajo. Aquí, fue cuando todo hizo clic. "Nos dimos cuenta de que en muchos historiales no decían nada y de que, en otros, el motivo era completamente ilógico", describe la doctora.
Por descabellado que parezca ahora, esto no era nada raro en un tiempo pasado. Tampoco es exclusivo del manicomio de Jesús. Ha pasado a lo largo de toda la historia en otros puntos de España y del mundo. Encerrar a una mujer en una institución mental, para muchos, era una vía fácil de librarse de alguien al que ya no querían. Para otros, era la manera de intentar curar comportamientos considerados insanos. "Loca por perder la menstruación", "Loca por problemas domésticos", "Loca por el parto", "Loca por ninfomanía". Estos son algunos ejemplos de los diagnósticos que se recogen en una investigación realizada por la Universidad de Oshkosh (Wisconsin) sobre el ingreso en psiquiátricos de mujeres estadounidenses entre 1850 y 1900.
Acabar en la nada
El destino que les esperaba a todas estas mujeres era el mismo. En Estados Unidos, aquí en España y, como diría el refrán, en la Cochinchina: entrar en un sistema en el que tu alma y tu cuerpo dejaban de ser tuyos. Eras incapaz, claro. No poseías ni ropa ni objetos personales. Dormías hacinada en un pabellón con 80, 90 ó 100 personas más. Por no tener, ya no tenías ni nombre. Literalmente. Como detalla la psiquiatra, a veces se cometían errores a la hora de ingresar a las mujeres y se apuntaba mal el nombre. Daba igual. Tras 30 años en Jesús, terminaban respondiendo a lo que sea.
"La solución para todo esto era la humanización de su vida cotidiana. Por eso tuvimos que empezar con lo más elemental. Entre otras cosas, enseñarles a comer con cubiertos, porque habían comido siempre con cuchara, o a ducharse, ya que el método habitual que empleaban era el regarlas con una manguera en el patio", recuerda la doctora.
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Esto es curioso, porque estas mujeres habían tenido una vida anterior. Pero daba igual que hubieran pasado 10 que 30 años, al final el sistema les hacía olvidar hasta lo más elemental. En parte, como aclara la psiquiatra, porque el propio encierro había provocado que enfermaran mentalmente: "Con lo que nos encontrábamos era con lo que entonces se llamaba neurosis institucional. La apatía, la insensibilidad, el no hablar y la falta de identidad y de autonomía de estas personas estaba producido, fundamentalmente, por el encierro".
Afortunadamente, la psiquiatra explica que, con las nuevas corrientes sobre psiquiatría que llegaban al país durante la década de los 70, acompañadas de la transformación que vivía Europa entera en este sentido y del cambio político que se avecinaba, todo esto desapareció. Y, así, en Bétera, comenzaron las charlas, los talleres ocupacionales, las clases para aprender a leer y escribir. En fin, la humanización de la que hablaba antes María Huertas.
Porque la experta confirma que, aunque se lleve 40 años viviendo en tales condiciones, siempre hay esperanza: "Aquí está la resiliencia de las personas. La gente puede salir de situaciones catastróficas, como el haber pasado una guerra o traumas tremendos. Se sale adelante y se hace con apoyo. Para mí, quizá, de todas las cosas que se hicieron, lo más importante es que estas mujeres se sintieran escuchadas y que vieran que su palabra tenía sentido y valor".
Y, así, poco a poco, las mujeres que llegaron sin nada a Bétera, se fueron. Se marcharon con su nombre y habiendo recuperado gracias a la labor de esta psiquiatra y sus compañeras, a familiares y amigos. Porque además de ejercer de doctoras, hacían labores de detective para averiguar dónde estaba el pasado de cada una de estas mujeres. Hasta con México llegaron a hablar en una ocasión para dar con una familia. Así, Ana llamó un día contando que era feliz. Que cuidaba de su madre y paseaba por la calle Real de su pueblo agarrada del brazo con sus hermanas. El resto de historias, ya sabe el lector dónde encontrarlas.