Aunque ha decidido no nombrar el asunto en su discurso de aceptación del premio Física, Innovación y Tecnología de la Fundación BBVA, a Laura Lechuga (Sevilla, 1962) se le llevan los demonios al hablar del machismo en la ciencia. Reconoce que le han acusado de ser agresiva y se defiende: "O lo soy o me comen".
Y quizás sea esta capacidad de luchar contra lo establecido lo que ha permitido a esta jefa de grupo en el Instituto Catalán de Nanociencia y Nanotecnología (ICN2) vivir de la ciencia con relativa holgura. "Aunque me da un poco de vergüenza decirlo, a mí la crisis no me ha afectado", reconoce. "Voy a intentar ser políticamente correcta", afirma en algún momento de la entrevista. Afortunadamente, no lo consigue.
Lechuga estudió Química en Cádiz pero pronto supo que no le llamaba demasiado la atención. Así que no dudó en hacer las maletas y aceptar una beca que le ofrecieron en el Centro Nacional de Microelectrónica, que acaba de abrir en la capital. Allí se encontró con un mundo lleno de físicos e ingenieros de telecomunicación. "Tuve que aprender mucha física, tanto que cuando presenté mi tesis en química, el tribunal se quejó, por considerarla más cercana a la otra disciplina", recalca.
Fuera de las convenciones
Fue la primera vez que esta doctora se salió del carril, pero supuso también el pistoletazo de salida de un sinfin más que vendrían con los años. Como cuando algo después de comenzar a trabajar con biosensores -muy novedoso en aquel momento- publicó un artículo de divulgación para recibir poco después la más inesperada de las visitas, la de Tabacalera.
"Yo no he fumado en mi vida, fue una pesadilla trabajar con ellos", bromea Lechuga que, sin embargo, reconoce que la propuesta que le hizo la empresa le cambió la vida. "Mis sensores medían contenido de amoniaco y ellos no sabían bien cómo controlar este ingrediente en la mezcla del tabaco; lo hacían con una técnicas muy costosas y era importante, porque si pasas unos límites el tabaco es aún más nocivo para la salud humana". Así que la química que ya no lo era tanto, se puso al servicio del capital. "Empecé a vislumbrar que la ciencia podría tener grandes aplicaciones".
'Si te dedicas a las aplicaciones o a hacer patentes estás como prostituyendo la ciencia', parecía ser el mensaje
Era una visión, recuerda, que se veía mal. "Lo que se premiaba era la ciencia pura, básica, publicar en Science o Nature. Era lo que se creía que tenía que hacer un científico". No culpa a sus colegas, sino al país, a la cultura científica nacional, que chocaba radicalmente con la que impregnaba el instituto holandés donde después haría su primer postdoc, donde ya estaban montando una spin-off.
"No es un problema de los científicos, es lo que nos han dicho en España que hagamos: 'tú te dedicas a la investigación básica y si te dedicas a las aplicaciones o a hacer patentes estás como prostituyendo la ciencia', parecía ser el mensaje", subraya Lechuga a la que, sin embargo, no pareció importarle el qué dirán.
La 'riqueza' de los científicos
De hecho, años después, la presunta prostitución fue más allá y la investigadora, que colaboraba entonces con la exministra de Ciencia Cristina Garmendia, fundó una empresa, Sensia. Su posterior venta al grupo Mondragón le permitió llevarse "una suma importante". "Se puede ganar dinero con la ciencia; es raro, pero se puede", destaca.
Eso sí, aclara que el camino tiene sus limitaciones, que ve lógicas. Un funcionario -como son los investigadores- no puede ser dueño de una patente, que pertenece al CSIC. Si algún día se derivan royalties de la misma, recibirá un pequeño porcentaje, pero es algo que suele tardar años en pasar.
Una cuestión de inversión
Lechuga menciona muchas veces la palabra "empresa" a lo largo de la conversación. Para ella, la ciencia española tiene, entre otros problemas, un fallo en la cadena que va desde la demostración de la eficacia de una tecnología científica en el laboratorio hasta su llegada al mercado. "Los científicos tenemos productos muy buenos, pero las empresas pretenden que hagamos labor de empresarios. Y para llegar al final del camino se necesitan instalaciones, factorías, ingenieros, alguien que haga el diseño de componentes... son varios millones de euros hasta sacar algo al mercado, aunque una vez que lo tengas desarrollado el coste va a decrecer", comenta.
Y pone un ejemplo concreto. Su proyecto COLONTEST, un dispositivo biosensor nanoplasmónico para el diagnóstico precoz de un tipo de cáncer colorrectal, funciona ya en el laboratorio. ¿Qué se necesita para que sea posible sólo con un análisis de sangre diagnosticar ese tumor "muchos años antes" de que dé los primeros síntomas? Lechuga lo tiene claro: "Tristemente, no se puede decir que dependa de la investigación, sólo lo hace de la inversión. Con una fuerte inyección de dinero, podría estar en el mercado en cinco años".
El mal del funcionario
Ese hueco que ahora no llena nadie y que la investigadora cree que deberían ocupar las empresas no es, a su juicio, el único mal de la ciencia española. Para Lechuga, hay otro aún mayor; uno que explicaría, incluso, el tan manido concepto de fuga de cerebros. Para la sevillana, este éxodo masivo de científicos españoles al extranjero no sólo se explica por la crisis.
"A muchos científicos nos hacen ofertas bastante interesantes en el extranjero, con condiciones mejores y sin la burocracia que hay en España. Dependemos de la Administración del Estado y ya solamente gestionar los contratos es algo extremadamente complejo, pasas meses sin poder contratar gente aunque hayas conseguido una ayuda europea y tengas dinero", reflexiona, y continúa: "Llega un momento en que te cansas de luchar contra la burocracia, y si te ofrecen algo mejor, te vas".
Ella reconoce que está en una situación privilegiada, porque el ICN2 pertenece a la red de centros de investigación de Cataluña CERCA. "Son fundaciones privadas que tienen su propia gestión y es mucho más ágil".
Otro gran problema es, para Lechuga, que la ciencia española recae en un sistema de funcionarios. "Es uno de los mayores errores, deberíamos de tener centros en los cuales el personal esté contratado en base a sus méritos y que su sueldo se module según ese parámetro", asegura.
En un centro de funcionarios, trabaja el que quiere
Y de nuevo demuestra que no tiene pelos en la lengua: "En un centro de funcionarios, trabaja el que quiere. No hay control, no hay incentivos, no hay modulación, da igual lo que hagas que vas a recibir el mismo sueldo que una persona al lado que haga una milésima parte de lo que tú haces".
Para la investigadora, se trata de un mal que no es "exclusivo de la ciencia", pero que en ella es aún más dramático, porque escapa a toda lógica científica. "Esto se podría arreglar si los funcionarios tuviéramos un control, si nos evaluaran por objetivos y por consecución de un trabajo", concluye.
Acaba la entrevista, pero no la actividad de Lechuga. Aprovechando su visita a Madrid, y mientras hace tiempo para recoger su premio, la investigadora acude a la sede de una gran empresa en una de las cuatro torres del Paseo de la Castellana, en busca de financiación para uno de sus múltiples proyectos. "A ver qué me cuentan", y sonríe. Que el ánimo nunca falte.