El vino es al queso lo que las pastas al té o el aceite a la ensalada: pueden tomarse por separado, pero sin duda ganan mucho juntos.
Tanto es así que antiguamente los bodegueros conseguían vender incluso sus peores caldos gracias a la artimaña de ofrecerlos a sus compradores acompañados de una ración de queso, de modo que su olor y su intenso sabor enmascaraban el gusto del vino.
Aquella anécdota ha llegado hasta nuestros días, en los que aún se sigue usando la expresión "que no te las den con queso" para prevenir posibles engaños; pero, aun así, la gente sigue tomando el vino con queso, incluso por iniciativa propia. El motivo de esta conjunción de alimentos tiene una clara explicación y, como siempre, la ciencia está detrás de ella.
Cosa de taninos
Los responsables de que aún a día de hoy el vino se siga tomando con queso son los taninos, unos compuestos químicos que se encuentran de forma natural en la piel y las pepitas de las uvas y son responsables del color y el sabor áspero del vino.
Para conseguir que un vino sea muy tinto se deja macerar un periodo largo de tiempo junto a la piel, por lo que son precisamente estos caldos los que más influencia tienen de los taninos, tanto en su color como en su sabor.
Este sabor se debe a que, al entrar en contacto con la saliva, los taninos coagulan la mucina, una proteína encargada de lubricar la boca. Al formarse estos aglomerados, se crea una sensación de sequedad bastante desagradable, que termina por desaparecer cuando se secreta nueva saliva, que diluye los taninos y ayuda a su deglución.
Sin embargo, el queso puede hacer el proceso mucho más rápido, ya que las grasas presentes en él contienen proteínas que se unen a los taninos antes de que éstos formen aglomerados de mucina.
Como resultado, el consumo de los caldos se hace mucho más agradable y, si el sabor del queso no es excesivamente fuerte como el de aquellos viejos bodegueros, todos los matices y aromas del vino se detectarán con más facilidad. Son todo ventajas.