Este año, las llamas vuelven a devorar millones de hectáreas en distintos puntos del globo terráqueo. Y lo hacen de una forma que parece cada vez más voraz. Siberia, que lleva ardiendo desde mayo, ostenta el récord de área quemada con unos dos millones de hectáreas. Canadá y California se han enfrentado a unos incendios fuera de estación (esto es, que ocurren antes de lo habitual) que han obligado a evacuar a miles de personas.
España ya ha sufrido sus primeros grandes incendios de la temporada y ahora vemos cómo el fuego amenaza zonas turísticas en Grecia y Turquía. También observamos cómo el fuego está volviendo a la Amazonía.
¿Qué está pasando? ¿Por qué ocurren cada vez con más frecuencia estos incendios catastróficos y qué consecuencias tienen? Y, sobre todo, ¿tienen algún límite los incendios actuales o seguirán aumentando?
Incendios imposibles de extinguir
Con los incendios actuales estamos entrando en una nueva realidad. Se trata de incendios que ya no podemos apagar. Son incendios que pueden arder durante semanas o meses y que solo se apagan cuando llueve.
Lo vimos en los grandes incendios de Sídney en 2020, cuando ardió el 21% de los bosques a lo largo de todo un verano. Esos incendios solo se extinguieron con la llegada de las lluvias. Huelga decir que incendios que se extienden por el 21% del área forestal no son normales. Hasta entonces, lo habitual era que quemaran menos del 1% anualmente. Se trata, por tanto, de incendios sin precedentes.
Algo parecido está ocurriendo estos días en Turquía donde, salvando las distancias, algunas zonas llevan afectadas por incendios casi dos semanas en el momento de escribir estas líneas. En el Mediterráneo, esto es algo inaudito.
En Grecia se han llegado a sufrir 81 incendios en un día. No hay sistema de extinción capaz de abordar tantos frentes a la vez. A ello debemos sumar que muchos de estos incendios tienen un comportamiento tan errático e impredecible que llegan a poner en peligro la propia seguridad del sistema de extinción. Es decir, que ni se dispone del personal ni de los medios para apagar tantos incendios y, el disponible, en muchas ocasiones no puede ni tan siquiera acercarse.
El principal causante de esta nueva ola de incendios lo encontramos en el estado de la atmósfera. Una atmósfera que está cada vez más cargada de energía procedente de la quema de combustibles fósiles. Una atmósfera, por tanto, con un poder desecante extraordinario que se acentúa en las jornadas con olas de calor como las que se viven estos días en Grecia y Turquía.
Un problema que irá a más
Se ha repetido en numerosas ocasiones que el problema de los incendios yace en las colillas, en los pirómanos, en los eucaliptos o en los pinos. Se habla de terrorismo incendiario y se distrae la atención del problema principal. Los bulos y los intereses de distintos grupos de presión han generado debates artificiales que han favorecido el inmovilismo y la inacción. Y ahora, seguramente, ya es demasiado tarde.
Si se tratara de un cáncer, se podría decir que estamos entrando en la fase cuatro: metástasis. Si hubo un tiempo en el que los incendios, o por lo menos una parte importante, se podían prevenir a través de la gestión forestal, ese tiempo se está acabando. Décadas de dejadez en la gestión del territorio forestal y rural han creado un problema tan expandido que la solución es cada vez más lejana y ya raya el punto de ser irreversible.
Nos estamos acercando al punto en el que el potencial desecante de la atmósfera es tal que se tornan inflamables zonas que, hasta ahora, no podían arder debido a su elevada humedad o a su escasa carga de combustible. Volviendo al caso de Sídney, el 66% del área quemada había experimentado un incendio recientemente, por lo que no habían tenido tiempo de acumular grandes cantidades de combustible.
Incendios sin límites
Ahora el gran peligro lo tenemos en las zonas de gran continuidad boscosa: Pirineos o Selva Negra en Europa y en las montañas andinas en Sudamérica. En uno de nuestros estudios más recientes hemos cuantificado el margen de seguridad que aporta la humedad elevada en estos ambientes. Dicho de otro modo, hemos medido cuánto se tiene que secar la atmósfera para que esas masas boscosas ardan como una pila de cerillas.
Y los resultados no son esperanzadores. En Pirineos, por ejemplo, los grandes incendios forestales se dispararán en esas zonas si las olas de calor aumentan entre 3℃ y 8℃. Es decir, olas de calor como las que se viven ahora en Grecia, o como las que se vivieron en el pueblo de Lytton (Canadá) cuando el 90% de sus casas fueron calcinadas hace unas semanas.
No quiero acabar este artículo sin recordar que el problema de los incendios no es un problema ecológico, sino humano, social y económico. El bosque suele volver tras el incendio. El problema principal son las vidas humanas que se pierden, y después las casas y propiedades que se consumen. Pero también es un problema de salud pública de primer orden para los pueblos y ciudades cercanas a los incendios. La inhalación de humos actúa como inmunodepresor y conlleva enfermedades respiratorias, particularmente graves en mujeres embarazadas y neonatos, así como en las personas mayores.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
*Víctor Resco de Dios, autor del artículo y profesor de Incendios y Cambio Global en PVCF-Agrotecnio de la Universitat de Lleida.