Cuando comemos setas lo hacemos en gran medida por sus cualidades sensoriales definidas por sus sabores y aromas tan peculiares y apetecibles. Sin embargo, las setas tienen interesantes propiedades nutricionales (y funcionales).
Es conveniente destacarlas porque son distintas a las de los vegetales (recordemos que las setas son hongos, un reino distinto del vegetal) y algunas de ellas se han descubierto muy recientemente.
Las setas tienen un elevado contenido en agua (un 90 % de cada seta aproximadamente, cantidad similar a la hallada generalmente en frutas y hortalizas) y entre los componentes principales de la parte seca destacan los hidratos de carbono y las proteínas.
Hidratos de carbono con componentes únicos
La presencia de los hidratos de carbono de cadena larga hacen de las setas una buena fuente de fibra (contienen, por ejemplo, la quitina). Pero no solo eso. Entre ellos figuran algunos como los β-glucanos que han mostrado actividad estimulante del sistema inmunitario y posibles acciones prebióticas, entre otras funcionalidades.
Así, diversos estudios han demostrado la estimulación del sistema inmunitario y actividad antitumoral del lentinano (de la seta shiitake, Lentinula edodes). También se ha comprobado el efecto preventivo de procesos respiratorios infecciosos del pleurano (de la seta ostra, Pleurotus ostreatus) por su efecto inmunomodulador.
Si no tomamos setas, estos β-glucanos solamente los encontraremos en nuestra dieta de manera natural en los cereales (y derivados) y en la levadura.
Además, el lentinano está autorizado como ingrediente alimentario en Europa desde 2011 para productos a base de pan, refrescos, comidas preparadas o alimentos a base de yogur en unas determinadas cantidades. Y tanto este como el pleurano se comercializan como complementos alimenticios.
Pero esto no quiere decir que las setas tengan tal poder sobre nuestro sistema inmunitario, al menos por ahora. Es decir, hasta el momento, solamente se ha observado en las sustancias extraídas.
Pero no todo es de color rosa: entre los azúcares de las setas destaca la trehalosa, que algunas personas no toleran bien (por una intolerancia debida a la carencia de trehalasa).
Sí, las setas tienen proteínas
Por otro lado, de los valores nutricionales de las setas también destacan las proteínas por sus cantidad: entre el 3,5 y el 4 % del total. Este valor es superior a la mayoría de frutas y hortalizas.
También destacan por su calidad respecto a la proteína vegetal, ya que contienen todos los aminoácidos esenciales (aunque hay variabilidad entre las especies). Las setas son, por ello, una interesante fuente de proteína no animal. Por otra parte, las setas apenas tienen grasa y la poca que contienen es, en su mayoría, insaturada.
Respecto a las vitaminas, es de destacar la presencia de vitamina D cuando han estado expuestas a la luz solar o a luz ultravioleta artificial (dato especialmente interesante en dietas vegetarianas y veganas). También resaltan diversas vitaminas del complejo B (riboflavina -B2-, niacina -B3-, ácido pantoténico -B5- y cianocobalamina -B12-, esta última ausente en los vegetales).
Asimismo, algunas setas tienen cantidades significativas de vitamina A (como el Cantharellus cibarius o rebozuelo) y vitamina E. Por último, entre sus minerales destacan el potasio y, en menor medida, el fósforo y el magnesio. Además, contienen selenio y cobre (ambos con efecto antioxidante).
Según la legislación europea sobre etiquetado (Reglamentos 1169/2011 y 1924/2006), las setas tienen un "alto contenido" en la mayoría de las vitaminas y minerales citados, pues se hallan en concentraciones superiores al 15 % de la ingesta diaria recomendada (IDR), así como de proteínas.
Qué cualidades se pierden al cocinar
Un aspecto importante a la hora de valorar la calidad nutricional de un alimento es conocer el efecto del cocinado en sus componentes. En este sentido, hay pocos estudios específicos de las setas, pero podemos ayudarnos de los que hay sobre otros alimentos. El cocinado de los alimentos reduce, en general, su valor nutritivo en mayor o menor medida.
El calor y el contacto con el aire suponen una reducción de nutrientes de los alimentos por destrucción de los mismos (calor) o por oxidación (aire). Por eso, el cocinado a la plancha es el que produce menores perdidas ya que los nutrientes son sometidos a la acción del calor durante poco tiempo.
Las vitaminas más sensibles al calor son la vitamina C, la tiamina y los folatos, que no están en cantidades relevantes en las setas. Sin embargo, la niacina, la riboflavina, la cobalamina, presentes en los hongos, son bastante estables (Belitz y Grosch, 1985).
Por otro lado, la cocción de los alimentos en un líquido supone una pérdida de diversos nutrientes hidrosolubles (como las vitaminas C y del grupo B) y minerales (como el potasio o el cobre), que pasan en gran medida al agua de cocción (afortunadamente, este tipo de cocinado apenas se utiliza en el cocinado de setas).
En el caso de las frituras, se produce una ganancia de grasas procedentes del aceite empleado (de ahí la necesidad de emplear aceites de buena calidad como el aceite de oliva).
Respecto a tratamientos de conservación muy comunes en ciertas variedades de setas, la congelación supone muy pocas pérdidas de las vitaminas presentes y la desecación aumenta el valor nutritivo de la seta por concentración de los nutrientes.
La composición química de las setas y, por ello, su valor nutritivo, varía con la especie, el grado de madurez y la parte de la seta analizada. Recordemos que en España se pueden comercializar 94 especies según la normativa actual (Real Decreto 30/2009).
Por eso, es necesario comprobar el contenido en nutrientes de la especie que corresponda en cada caso. Aún así, las setas se pueden recomendar como parte de una dieta saludable en función de los datos mencionados. La porción recomendada es menos de 100 gramos al día y es importante variar la especie consumida. Con todo lo dicho, disfrutemos de estas maravillas que la naturaleza nos ofrece (siempre con las debidas precauciones).
* Teresa María López Díaz es profesora de Universidad y Doctora en Veterinaria en la Facultad de Veterinaria en la Universidad de León.
** Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.