Rodrigo Duterte ganó las elecciones presidenciales filipinas en mayo de este año con un discurso populista y con la promesa de limpiar las calles de camellos y drogadictos. Recientemente, el mandatario ha levantado varias polémicas tras compararse con Adolf Hitler y llamar "hijo de puta" al presidente estadounidense, Barack Obama. Sin embargo, el apoyo popular con el que cuenta es aún muy alto debido a su feroz confrontación a los narcotraficantes.
Una encuesta de Pulse Asia tras sus primeros 90 días de gobierno revelaba que el 86% de los 1.200 filipinos entrevistados confiaba en Duterte.
La operación anti-droga iniciada el 30 de junio ha dejado ya en Filipinas más de 3.400 muertos -aunque la policía bajó la semana pasada la cifra hasta los 2.300- de los cuales casi la mitad (1.566) han sido presuntos consumidores de droga abatidos en operaciones policiales. Otros muchos han caído a manos de vigilantes, ciudadanos a los que Duterte recompensa por asesinar a traficantes de droga: "Si se encuentra con un criminal, dispárele o clávele un cuchillo y recibirá una medalla", dijo nada más comenzar su mandato.
¿Suena a que el presidente está alentando las ejecuciones extrajudiciales? Para nada, dijo Duterte la semana pasada a las críticas que su violenta guerra contra las drogas está recibiendo en todo el mundo. "Estos idiotas creen que pueden hacer lo que quieran porque Filipinas es un país pequeño", dijo Duterte, "quizá Dios les haya dado el dinero pero nosotros tenemos los cerebros", e invitó al país asiático a un observador de Naciones Unidas especializado en ejecuciones sin juicio previo.
Entregarse o arriesgarse a morir
Con estos precedentes, no es de extrañar que 600.000 filipinos acudieran a registrarse en oficinas gubernamentales y comisarías cuando Duterte pidió a los adictos a cualquier droga que se entregaran. Era la única forma de no acabar tiroteado.
Sin embargo, la respuesta de los ciudadanos ha mostrado las carencias operativas del plan anti-droga del nuevo gobierno filipino. El país sólo cuenta con 14 pequeños centros de rehabilitación públicos y un puñado de centros privados. Además, como informaba esta semana Public Radio International, estos centros ya estaban llenos antes de que los 600.000 se presentaran.
Así que el gobierno decidió ponerse creativo y enviar a los adictos a, por ejemplo, clases obligatorias de Zumba que organiza la policía bajo la amenaza de visitar en sus casas a aquellos que no comparezcan.
En otras áreas como Barangay 197, un distrito cercano a Manila, han puesto a hacer trabajo duro a los drogodependientes que se han entregado. Ahora trabajan en restaurantes y tabernas fregando platos a cambio de un modesto salario. "Les damos la oportunidad de tener una nueva vida, así podemos reducir el uso de drogas ilegales", declaró el concejal del distrito Jaime Abasola. Sin embargo, reconoce que la medida, para la que no cuentan con financiación o tutela alguna por parte del gobierno, no será suficiente para desenganchar a los adictos.
Mientras tanto, la Corte Penal Internacional ya ha declarado estar al tanto de las macabras noticias que llegan desde el país asiático. La abogada gambiana Fatou Bensouda ha declarado a Reuters que está "profundamente preocupada sobre estos supuestos asesinatos y con el hecho de que declaraciones públicas de altos oficiales de la república de Filipinas parezcan condonar dichos asesinatos".
Recientemente, Duterte reconoció que el gobierno carece de fondos para rehabilitar a los drogodependientes. Las únicas opciones ahora son Zumba o muerte.