Que el azúcar es perjudicial para la salud no es, a estas alturas, un secreto para nadie. Tampoco que la poderosa industria azucarera hizo esfuerzos para ocultar sus efectos adversos para la salud. Sin embargo, hay quien cree que ni siquiera habiendo destapado estas maniobras o el contenido oculto de muchos alimentos que creíamos light se sabe todo sobre este componente.
Es la tesis de un ensayo publicado en la última edición de The BMJ escrito por el cofundador de la entidad Nutrition Science Initiative, Gary Taubes. un periodista científico que saltó a la fama hace 15 años por publicar en The New York Times uno de los primeros artículos que exculpó a las grasas de la epidemia de obesidad y puso el foco en el azúcar, muchos antes de que se supiera que la industria era consciente de ello.
Taubes cree que en este tiempo el mensaje no ha calado lo suficiente o, al menos, lo ha hecho de la forma errónea. El escritor reconoce que los organismos sanitarios internacionales son unánimes a la hora de recomendar que se restrinja el consumo de los azúcares llamados libres pero, a su juicio, lo hacen porque consideran que este tipo de azúcares son una fuente de calorías excesivas o vacías de vitaminas, minerales, proteínas y fibra.
¿Pero y sí -se pregunta el autor-, el problema es el azúcar en sí?. En ese caso, habría que reducir aún más su consumo a nivel global. Su hipótesis es que este componente tiene efectos negativos sobre el organismo con independencia de su contenido calórico, por lo que no se trataría tanto de consumir poco como de no tomarlo en absoluto.
Esta idea está basada en el hecho de que la fructosa -componente principal de la sacarosa- se metaboliza sobre todo en el hígado, al contrario que su acompañante la glucosa. Esto lleva a la acumulación de grasa hepática y, de ahí, a la resistencia a la insulina que es el desequilibrio bioquímico fundamental en la diabetes tipo 2.
Como pone de manifiesto Taubes, esta hipótesis no está del todo confirmada. Pero, si se demostrara lo que muchos estudios en animales e incluso tesis que se remontan a hace más de 80 años apuntan, las "recomendaciones dietéticas de los últimos 40 años están equivocadas".
Sin embargo, la investigación realizada hasta la fecha ha sido incapaz de estudiar por separado el efecto del azúcar del de su contenido calórico. No ha sucedido lo mismo con otras áreas de estudio. Por ejemplo, se resalta en el artículo, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU se han gastado al menos 750.000 dólares en demostrar la hipótesis de que el consumo de grasa en la dieta eleva los niveles de colesterol y causa enfermedad crónica.
Así, parece claro que hay que saber más sobre el azúcar. Que no basta con poner un límite de consumo máximo, como ha hecho la OMS y otros organismos, sino que habrá que ver si éste es adecuado para todos los individuos, como los obesos. Se necesita averiguar, también, si existe un punto en el que el daño causado por el azúcar en el organismo es irreversible y, definitivamente, hay que controlar la presencia de este componente en los alimentos.
¿Por qué nadie pensó en el azúcar?
La teoría actual y prevalente sobre el azúcar está tan extendida que llama la atención que hasta ahora nadie se haya planteado cuestionarla. Más aún si se sabe, como cuenta Taubes en el artículo del The BMJ, que en 1924 esto se sugirió por primera vez.
Lo hicieron dos investigadores de la Universidad de Columbia: Haven Emerson y Louise Larimore que apuntaron a la sacarosa -con independencia de su relación con la obesidad- como principal causa de la epidemia de diabetes que ya entonces se estaba registrando.
Pero un reputado médico estadounidense -el primero en apuntar al aumento de la diabetes-, Elliot Joslin, se encargó de desechar la idea y lo hizo en un libro que se convirtió en la biblia de la disciplina en aquellos años, El tratamiento de la diabetes melitus.
También lo hizo el futuro director de la Organización Médica Colegial de Reino Unido, Harold Himsworth, que divulgó uno de los mayores disparates en este sentido: que el azúcar era sano para los diabéticos tipos 2 porque se "tenía que administrar" para tratar el coma diabético. Por esta razón, decidió culpar a las grasas, basándose en dos observaciones: que sus pacientes seguían dietas altas en grasas y que los japoneses, cuya tasa de diabetes era mínima, no.
La hipótesis claramente ganó. Aunque algunos expertos se atrevieron a sugerir en la década de 1960 que el azúcar podría tener más que ver con la obesidad que las grasas, la industria de los dulces y los refrescos azucarados empezó con sus maniobras de relaciones públicas, desveladas tan sólo muy recientemente.
Esto llevó, señala Taubes, a situaciones curiosas; en 1980, las guías dietéticas del Ministerio de Agricultura de EEUU advertían a los consumidore de que evitaran "demasiado azúcar". "Es una frase que se podría aplicar a cualquier alimento", escribe el autor en The BMJ. Pero, más allá, en 1985 se podía leer en ese mismo documento que "demasiada azúcar en la dieta no causa diabetes". La hipótesis de que la grasa era la -única- mala de la película ya estaba totalmente integrada en la sociedad. Quizás haya llegado el momento de cambiar las cosas.
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