Por alguna razón, se decidió que la segunda ola tenía que ser en otoño y que el verano no contaba. Supongo que, de tanto comparar la Covid-19 con la gripe, se le atribuyó la misma estacionalidad.
El caso es que a principios de verano ya teníamos indicadores suficientes de que eso no iba a ser así: el 24 de junio, el gobierno portugués reconocía que los rebrotes que azotaban Lisboa en su área metropolitana, pese a no estar descontrolados, si podían ser el inicio de una ola más potente. Hablamos de un número aproximado de 450 casos diarios, que llegaron al máximo un par de semanas después, al superar los 500. Para un país de poco más de 10 millones de habitantes, la situación era preocupante.
Portugal no quiso competir con España por el turismo extranjero y puso en marcha de inmediato unas medidas de contención bastante disuasorias: nada de reuniones de más de 10 personas, nada de discotecas, todos los locales de ocio cerrados a las ocho de la tarde excepto los restaurantes.
Los casos, como digo, aumentaron un tiempo más pero se desplomaron en julio y agosto. Todo el mundo respiró tranquilo. Más o menos en esas fechas se produjeron los primeros rebrotes masivos en España, alrededor de las zonas de Navarra, Huesca y Lleida, con extensión a la provincia de Barcelona.
Se confinó el área del Segrià y se tomaron medidas drásticas en zonas de Huesca y Zaragoza, pero no sirvió de nada: el brote creció y creció y aún en agosto, Zaragoza presentaba unos números de escándalo. El resto del país seguía de vacaciones.
Lo que pasó después lo conocemos y pertenece a otro artículo. Mientras Portugal dominaba al virus, España se entregaba a él. El relato del turismo seguro duró lo que tardó la touroperadora TUI en cortar los viajes incluso a Canarias y Baleares. Para entonces, la segunda ola se cernía sobre España pero España estaba haciendo terapia de choque, con millones de desplazamientos por la península y unas autoridades que se limitaban al “sigan, sigan…” frente a la evidencia de que aquello empezaba a alcanzar un volumen excesivo. La diligencia portuguesa contrasta en perspectiva con el pasotismo español en fechas parecidas. Es cierto que ahora Portugal está también en su propia ola de fin de verano y que veremos cómo sale de ella, pero su punto de partida no es el nuestro. Ellos no van a empezar el otoño con una incidencia acumulada de casi 300 casos por 100.000 habitantes.
Cuando Italia no se fio de sí misma
Otro país que renunció al turismo exterior fue Italia. Lo dejó bien claro ya a finales de mayo, cuando empezó a salir definitivamente del hoyo gigantesco que el destino le había deparado en febrero. Italia ha sido un país a menudo mal gestionado casi desde su fundación en el siglo XIX, pero aquí el gobierno de Giuseppe Conte acertó de lleno: en vez de pujar por volver a ser un destino universal, apostó por el turismo interior… y en vez de fiarse de sus conciudadanos y apelar continuamente a su responsabilidad para acabar regañándolos por todo, Italia decidió mantener el estado de alarma en todo el país y ejercer un control férreo sobre los locales de ocio. Tan férreo que empezaron a abrir en agosto y cuando se vio que los casos se disparaban en Cerdeña y en Roma, los volvieron a cerrar.
En Italia no es obligatorio llevar una mascarilla por la calle porque se considera que no es necesaria en espacios abiertos, al aire libre. Durante estos meses, el país ha tenido varios amagos de rebrote pero ha sabido pararlos todos. Lo mismo ha pasado con Alemania, que aún en junio sorprendió al mundo con un brote de 730 afectados en un matadero de Renania del Norte. Falsa alarma.
En los demás países todo parecía ir bien: sin novedades en Francia, bajada espectacular de casos y fallecidos en Reino Unido, cierta estabilidad en Bélgica y Holanda… así hasta que a principios de agosto, el primer ministro neerlandés, Mark Rutte, anunció que había que tomar más medidas si no querían adelantar la famosa “segunda ola” otoñal: Holanda, que nunca optó por un confinamiento total ni en los peores días de la pandemia, sí decidió mantener discotecas cerradas e impedir cualquier tipo de acto en el que se gritara, protestas incluidas.
Uno a uno, todos decidieron establecer cuarentenas a aquellos viajeros que regresaran de España porque ninguno quería repetir el error de marzo con Italia. Fue una medida inteligente, pero no está bastando.
Francia y el fantasma de la segunda ola
El caso de Francia fue distinto: en Francia se abrió rápido y se abrió incluso en cuestiones innecesarias. En agosto, los partidos de la Ligue 1 ya mostraban medio aforo en las gradas y el Tour de Francia iniciaba su trascurso de tres semanas por todo el país como si nada. Francia, que había sido de las primeras en recomendar que nadie se acercara a su vecina España (en su momento, esta medida se tomó en nuestro país como una muestra de odio encubierto, de celos, de competencia desleal…) no supo ver a tiempo la que le estaba cayendo.
El 14 de julio -por poner una fecha emblemática- la media semanal de casos diarios era de 582. El 14 de agosto, era de 2.041. El 14 de septiembre llegó a 11.680. El nuevo récord desde el inicio de la pandemia, al menos provisional, se fijó el 24 de septiembre con la comunicación de 16.096 casos en un solo día.
El problema de Francia ya va llegando a los hospitales y, como en España, solo puede ir a más. El último informe del gobierno de Emmanuel Macron habla de 6.128 hospitalizados y 1.098 en estado crítico. De momento, no parece una exageración, pero la cosa no pinta bien porque en una pandemia el volumen cuenta tanto como la tendencia. El último balance de fallecidos apunta a 55 víctimas diarias. En Ile-de-France, la región que contiene a París como capital, hay ya 1.929 hospitalizados y 339 en UCI. Resulta chocante que este mismo domingo haya dado comienzo el torneo de Roland Garros y que aún estén intentando negociar la entrada de público a las instalaciones.
Si Francia fue la primera en seguir los pasos de España en este final de verano, no ha sido desde luego la única: Bélgica, Holanda y Reino Unido presentan datos preocupantes en su tendencia. Si analizamos los casos uno por uno, vemos que Bélgica ha pasado de una IA de 54,8 casos por 100.000 habitantes el 1 de septiembre a los 134 del pasado viernes. En Holanda, la progresión en el mismo período es de 38,3 a 127,6. En Reino Unido se ha pasado en apenas dos semanas de 39,7 a 76,8. La situación no es especialmente grave en volumen… pero doblar casos cada dos semanas no es nada alentador.
El fantasma de la segunda ola de otoño recorre Europa a tal velocidad que este artículo acaba por donde empezó, es decir, por Portugal. Pese a todos los intentos del gobierno por controlar la situación, los casos no dejan de subir y superan ya a los de la primera ola. Se empieza a hablar claramente de confinamiento y la IA de 14 días se ha colocado en 81,2 casos cada 100.000 habitantes. Lejos de Francia y España, por supuesto. Por debajo incluso de Holanda y Bélgica… pero por encima de lo que se vivió en marzo y en abril, cuando tan bien supieron surfear la ola. ¿Hasta dónde llegaremos como continente? Es complicado saberlo. Según el portal Worldometers, el pasado viernes se notificaron más de 60.000 nuevos casos. Puede que sin una solución conjunta, la salida sea aún más complicada.