El pasado jueves, Fernando Simón aprovechaba su tradicional rueda de prensa para seguir poniendo en duda la transmisión del virus por aerosoles. Según el epidemiólogo jefe y director del CCAES "no hay evidencia científica"de que el coronavirus pueda transmitirse de esa manera, flotando en el aire.
La propia discusión sobre qué es exactamente "evidencia científica" nos llevaría demasiado tiempo. Hubo estudios en su momento que dijeron que no se podía transmitir así y la OMS los creyó. Fernando Simón incorporó la decisión a su discurso y ya sabemos que nunca ha andado sobrado de cintura para rectificar en nada.
El caso es que, aerosoles sí o no, está demostrado empíricamente que el riesgo de compartir interiores mal ventilados con otras personas es inmenso. El propio Simón lo admite, pero al entrar en disputa técnica con los motivos manda un mensaje de duda que no nos conviene en absoluto.
Durante los mejores meses de la primavera pasada, ese final de mayo y ese mes de junio de libertad reencontrada y descenso de los contagios hasta soñar con que el virus "había mutado" o "había desaparecido", se hablaba con ciertas reservas de lo que podía pasar en otoño, cuando llegara el frío.
Bien, el otoño ya ha llegado… y el hecho de que ya hayamos tenido que pasar por una segunda ola no imposibilita que llegue una tercera y así sucesivamente hasta que se encuentre una vacuna que se pueda comercializar y aplicar a un porcentaje suficiente de la población.
Por supuesto, dar por terminada la segunda ola sería precipitado. Durante mucho tiempo, los científicos -aquí, de nuevo, Fernando Simón entre ellos- estuvieron discutiendo si esto era una segunda ola o no hasta que de repente aparecieron 17.000 positivos en un día, empezaron a morir mil personas a la semana y se acabaron las discusiones.
El rebrote de julio que arrastramos en agosto y septiembre parece que da muestras de haber sido contenido… ahora bien, contener es una cosa y eliminar es otra. Contener significa algo parecido a lo que ha pasado en Aragón, donde la incidencia acumulada bajó rápidamente de 600 a 300… para quedarse ahí parada, incluso con una preocupante tendencia al alza durante septiembre (361,9 casos cada 100.000 habitantes).
Algo parecido ha sucedido también en Cataluña, solo que Cataluña consiguió entrar en meseta a tiempo, cuando confinó la comarca del Segrià y dejó claro que Barcelona y su área metropolitana corrían el mismo peligro si no se cambiaban los hábitos.
Aun así, como se puede ver en el anterior gráfico, y pese a tener una incidencia acumulada muy por debajo de la media nacional, hablamos de 156 casos por 100.000 habitantes cada 14 días, es decir, el 50% más de lo que sería un nivel de alerta en cualquier otro país. Contener, por lo tanto, no basta.
Como mucho, para ganar tiempo: tiempo para prepararse ante lo que viene, contratar médicos, rastreadores, establecer parámetros, informar a la población de los riesgos y ese largo etcétera que tanto parece costar a las administraciones.
El problema que tiene España como país es que sanitariamente no es tal. Sanitariamente, como educativamente, España es 17 países y está claro que cada uno sigue su estrategia hasta el punto de considerar al gobierno del país un extraño si se entromete en algo relacionado.
Esta diversidad resulta preocupante a la hora de afrontar un reto de esta magnitud. No hay estrategias comunes, no hay detección común de carencias y no hay soluciones que se puedan aplicar en todos los casos. Mientras, la movilidad entre estos diecisiete estados sigue activa… al menos mientras no se superen unos límites que, por mucho escándalo que provoquen, son en realidad ridículos: hablar de 500 casos por 100.000 habitantes, de un 10% de positividad o de un 40% de camas UCI ocupadas como condición PREVIA a tomar medidas causaría el escándalo en cualquiera de nuestros vecinos europeos.
En consecuencia, es muy difícil prever qué puede pasar en el país en general sin atender a sus particularidades. Ya la primera ola afectó de manera muy distinta a Castilla La Mancha y a Andalucía, por poner dos ejemplos de comunidades contiguas, y parece que lo está volviendo a hacer en esta segunda fase de la pandemia.
Lo que todas las comunidades tendrían que estar haciendo ahora mismo -pero no pueden porque están a lo de antes- es asegurarse de que el posible rebrote de otoño-invierno, cuando de las terrazas pasemos al interior de restaurantes y bares, cuando acaben los paseos al trabajo y el transporte público se haga imprescindible, cuando los niños pasen horas y horas encerrados en casa porque no tienen dónde ir… nos pilla en las mejores condiciones posibles.
El problema, ya digo, es que la incidencia que queda de la segunda ola es una base gigantesca. No hay ni una sola región en nuestro país que haya conseguido frenar la transmisión comunitaria a niveles por debajo de la alerta de 100 casos por 100.000 habitantes en dos semanas. Ni una. Rebajarla a niveles mínimamente sensatos va a costar mucho y la autocomplacencia ya empieza a asomar la patita al menor indicador positivo.
Parece que estuviéramos esperando los informes diarios de Sanidad como quien espera los sondeos electorales para ver si su partido está mejor o peor y la cuestión es mucho más seria. ¿Cuánto tiempo podremos aguantar con 3.000 o 4.000 muertos al mes? ¿Cuánto tiempo pueden los hospitales prescindir de un 10% de su capacidad sin ahogar a los sanitarios ni incidir negativamente en el resto de las enfermedades? ¿Cuánto tiempo podemos mantener las mínimas medidas tomadas sin un plan alternativo?
Si las condiciones cambian, es normal que las directrices sean distintas. Con la llegada de los primeros días fríos, podemos hacernos una idea de lo que puede ser la situación en invierno. El problema es que sigue sin haber un protocolo de actuación coherente y que recoja los nuevos supuestos.
La última vez que pasamos un invierno conviviendo con el coronavirus -sin mascarillas porque, ya saben, no hacían falta- se montó la que se montó y ahora sabemos que probablemente no tuviera que ver con los campos de fútbol ni con las manifestaciones.
Los interiores van a ser el verdadero problema y va a ser imposible evitarlos. No hay alternativas. No hay más rastreadores. No hay un plan para que la atención primaria de determinadas comunidades deje de ser atención Covid veinticuatro horas. No hay más personal sanitario ni más instalaciones.
Se apelará, de nuevo, a la "responsabilidad individual" cuando ni siquiera el epidemiólogo jefe tiene mucha idea de qué es exactamente lo que hay que evitar ni cómo. Se sacará pecho cuando una incidencia baje o cuando se den más altas que ingresos pero seguirá sin haber un plan a medio-largo plazo.
El confinamiento aseguraba resultados. Nos decía: "después de dos meses, os habréis librado de esto"y fue verdad. Nos libramos hasta el punto de olvidarnos temerariamente. Turismo y tapas. Nueva normalidad. Si el rebrote de verano llegó sobre una incidencia de 10 casos cada 100.000 habitantes, es decir, llegó cuando el virus ya estaba arrinconado, ¿qué puede pasar con una base de 100, en el mejor de los casos? ¿Cómo llegar a esa base, para empezar?
No se aprecia mando, conocimiento ni organización que pueda hacer frente a lo que viene. En ese sentido, estamos exactamente igual que en marzo, solo que en marzo quedaba el recurso del Estado de Alarma que ya nadie quiere repetir y que provocó un hundimiento en la economía que, de repetirse, acabaría con nuestro tejido social tal y como lo conocemos.
Hemos de ser extremadamente cautos y no inundar con notas de prensa optimistas cada vez que alguien salga de la UCI. Desde hace tiempo, se dijo que lo peor llegaría con el frío y no hay motivo para pensar que no vaya a ser así.
Siento ser alarmista pero de momento es lo que mejor ha funcionado: no conocemos el virus, no sabemos bien cómo nos afecta ni qué secuelas deja incluso en los asintomáticos, no tenemos medicación ni vacuna para acabar con él.
Pretender convivir con esto es pretender convivir con un tigre. Acaba mal. Elegir entre economía y salud es un dilema duro pero valdría la pena si alguien nos garantizara una de las dos cosas. De momento, no es posible. Las pandemias no se controlan a tiempo real sino a un mes vista, en el mejor de los casos. Hagamos algo bien ahora y sintámonos orgullosos en noviembre o diciembre.