El Open de Australia de tenis es uno de los eventos publicitarios más importante para Melbourne y la región de Victoria. De hecho, por los pelos, fue el único torneo del Grand Slam que pudo celebrarse con público el año pasado, cuando la Covid 19 aún era algo así como una “gripe china” en boca de los expertos y nos quejábamos de que las empresas se negaran a venir al Mobile Congress.
A escasas dos semanas de su edición de 2021, no está nada claro que vaya a poder celebrarse. ¿La razón? Los jugadores están enfadados por las distintas cuarentenas que tienen que afrontar para asegurarse de que nadie expande el virus por el país. Un par de aviones han aterrizado ya en Melbourne con casos positivos y las medidas son radicales: no sale de su habitación nadie que haya estado en ese avión. Nadie. No importa lo millonario que sea.
Obviamente, eso no ha gustado a los jugadores y jugadoras, que no solo protestan por el confinamiento –“si yo estoy limpio”- sino que se ven en unas condiciones de encierro a menudo deplorables.
En cualquier caso, lo que subyace es el mensaje: de entrada, si querías jugar el torneo tenías que estar mínimo dos semanas antes y someterte a las medidas no ya de la organización sino de la policía local.
Roger Federer, por ejemplo, ha preferido no pasar por eso: tiene cuatro hijos, 39 años, lo ha ganado todo y mejor quedarse en casa con la familia. Si además la cosa se complica con positivos, ya digo, confinamiento absoluto durante el tiempo que haga falta. Sin excepciones. Da igual las cartas que mande Novak Djokovic. Australia es un país que se toma el virus en serio.
Tal vez, con la mentalidad española, alguien piense que el país o la región o la propia ciudad de Melbourne están en una situación tan comprometida que ninguna medida sobra. Aquí, al menos, hemos funcionado así: las medidas se toman cuando ya no queda más remedio y en los hospitales no cabe más gente.
Lo cierto es que es todo lo contrario: con una población de 26 millones de habitantes, Australia acumula en el último año 28.665 casos en total. Aunque tuvieron una ligera primera ola con máximos de 537 casos al día, la mayoría de estos contagios se produjeron durante su invierno, es decir, nuestro verano, de junio a septiembre. Desde entonces, ningún día ha habido más de 40 casos detectados.
Los eventos deportivos se celebran con público, en Nochevieja hubo fiestas y la normalidad es casi absoluta pese a no haber iniciado un proceso de vacunación que empezará en febrero y pretende aplicar cuatro millones de dosis en dos meses.
¿Cómo se ha conseguido eso? ¿Cómo lo ha conseguido su vecina Nueva Zelanda, con la carismática primera ministra Jacinta Ardern a la cabeza? Con la idea clara de que ante el virus no hay atajos. En Australia y en Nueva Zelanda no se ha “convivido” con virus alguno. Al primer brote, cierre absoluto.
El último ejemplo se ha visto en la zona costera de Sydney, la ciudad turística por excelencia. Al detectar un brote peligroso y trazar todos los contactos, se decidió confinar perimetralmente a la población, limitar los encuentros a 6-10 personas dependiendo del barrio, y mantener las medidas hasta averiguar con certeza cuál era el origen de ese brote. ¿Saben cuántas personas se habían visto afectadas cuando se tomó la decisión? 97. No en un día, sino, de nuevo, en total.
Con 97 casos, cierras una zona de 250.000 habitantes y no miras para atrás. Liderazgo. Es más, el resto de regiones -en Australia, como en España, las regiones tienen un enorme poder- decidieron prohibir la entrada de nadie que viviera en Sydney o alrededores, un total de cinco millones de personas.
Aflojaron un poco en Navidad cuando la cosa se controló, pero siempre con tests, rastreo y cuarentenas estrictas como las que ahora indignan a la plana mayor del tenis profesional.
De hecho, otro de los puntos fuertes de Australia y Nueva Zelanda es que obligan a catorce días de cuarentena a cualquiera que viaje al país. Les da igual si hay PCR negativo de por medio. Si vienes de fuera, y hasta que no pase el tiempo que ellos consideran que tiene que pasar para que dejes de contagiar, te metes en un hotel y que no se te ocurra salir. Si te pillan, te echan del país.
De este modo, obviamente, el rastreo es mucho más fácil. Están en esa fase en la que es posible rastrear los casos con pocos medios y es posible mantener una vida económica y social sana. Al no haber contacto con el extranjero y limitar inmediatamente el propio contacto entre regiones, siempre puedes saber dónde se ha originado un brote y cortarlo de raíz.
Con suerte, para cuando se abran estas medidas y se vuelva a favorecer la comunicación con el resto del mundo, ese resto del mundo ya estará vacunado y sabremos mucho más del virus de lo que sabemos ahora. De momento, la economía no se ha resentido demasiado: el PIB baja en 2020 como bajó en 2019, pero lo hace en cifras inferiores a las que estamos viendo en la zona euro con sus medidas intermedias.
En Nueva Zelanda, donde sí hubo una importante caída del PIB en el segundo trimestre, al nivel de las peores economías globales, hemos asistido a una recuperación en V en el tercer trimestre, lo que permite al país prácticamente volver a los niveles pre-Covid.
Obviamente, se trata de islas acostumbradas al comercio interior y a cuyas economías les afecta menos los vaivenes exteriores, pero el mérito es enorme: en un año, los dos países parecen haber conseguido cortar la transmisión del virus, salvar su economía y juntos presentan un total de 934 defunciones. En Nueva Zelanda, de hecho, han sido solo 25 desde el inicio de la pandemia.
Confinamientos quirúrgicos, muchísimos tests, rastreos exhaustivos y convencimiento de que con el virus no se puede “convivir”, que hay que echarle a patadas de la comunidad en cuanto se le encuentra.
Eso, junto a la restricción de contacto con el extranjero -si estás sano, demuéstramelo- han convertido a Australia y a Nueva Zelanda en las dos “historias de éxito” más claras de esta pandemia. Es probable que hayan “ahuyentado el turismo” con su postura, pero tienen su vida y parece que les gusta, por mucho que los periodistas deportivos se echen las manos a la cabeza al ver cómo manejamos en el resto del mundo estas cosas. No han elegido entre economía y salud, se han quedado con ambas.
El 30 de marzo, con los hospitales europeos llenos y aún mensajes confusos acerca de qué políticas tomar, Jacinta Ardern fue clara: “Una de las cosas con las que habrá que lidiar en todo el mundo es la gestión de las fronteras, al menos hasta que tengamos una inmunidad de rebaño o una vacuna. Creo que la mayoría de los países están optando por la inmunidad de rebaño, pero el precio es demasiado alto. De hecho, en Nueva Zelanda, nunca vamos a considerar siquiera la inmunidad de rebaño”. El 17 de octubre, llevó al partido laborista a la mayor victoria electoral de su historia, con más del 50% de los votos.
¿Hasta qué punto se pueden trasladar estas experiencias al resto del mundo? Es complicado asegurarlo. Lo cierto es que en Europa no se ha intentado y mucho menos en España, país que vive de la movilidad en buena parte. El enfoque siempre ha sido el de ir detrás del virus partiendo de la base de que la población no iba a entender lo contrario. ¿Cuántas veces se ha dicho aquello de “si hubiéramos cerrado el país el 2 de marzo habríamos evitado miles de muertes, pero nadie lo habría entendido”? Así, en tantos lugares.
Ahora, obviamente, ya es demasiado tarde. Cuando confías en tus ciudadanos y tus ciudadanos confían en ti y en lo que haces todo parece más fácil. Cuando la relación está viciada desde el principio, cualquier cosa se hace un mundo.