Lo bueno de numerar las olas Covid es que aporta cierta claridad, como si las colocáramos en una estantería y nos aseguráramos de que no nos dejamos ninguna y queda sitio para alguna más. Lo malo es que es bastante inexacto. No es fácil saber cuántas olas Covid ha habido en Europa ni en España y da una sensación equívoca a la hora de entender el problema país por país. La primera ola, de acuerdo, nos pilló a todos por igual, convencidos de que seríamos especiales y que no hacía falta que nosotros (¡nosotros!) compráramos tests para detectar antes la transmisión descontrolada, compráramos mascarillas para prevenirla o compráramos equipos de protección suficientes para detenerla.
Este pecado de soberbia fue común a toda Europa y diría que a todo Occidente. Haber visto tanto SARS de lejos, siempre deteniéndose mágicamente en los Urales, nos dio una sensación de seguridad que no era más que pensamiento mágico. Si uno ve en perspectiva, más de un año después, las gráficas de casos detectados, estremece ver los poquísimos que conseguíamos detectar en marzo y abril de 2020; cómo esa primera ola, que fue espantosa en prácticamente todo el continente, aparece como un pequeño hongo inofensivo en comparación con lo que veríamos después, cuando ya sí empezamos a disponer de datos más fiables.
El problema, pues, de esta primera ola es nuestra incapacidad de cuantificarla. Por no saber, no sabemos ni cuánta gente murió, y ese problema, que quizá se amplifica en el caso de España por la negligencia del Ministerio de Sanidad a la hora de establecer un criterio de caso acorde a la situación del momento, es extensible a muchos otros países. De aquellos días, recordamos el espanto y la sorpresa. Recordamos Italia y luego nosotros y luego Francia, Reino Unido, Estados Unidos… El dominó sin fin en el que cada pieza sentía que no podía caer incluso cuando veía a la de delante tambalearse.
Ahora bien, la primera ola pasó, y como prácticamente todos los países occidentales empezamos nuestros confinamientos a la vez, salimos todos juntos con unas incidencias que a día de hoy consideraríamos ridículas, impensables, por debajo incluso de los 10 casos por 100.000 habitantes cada 14 días. Ahí es cuando empiezan los desencuentros. Ahí es donde la contabilidad empieza a hacer aguas. La llamada "segunda ola" se asocia a nivel continental con los repuntes de octubre. Unos repuntes que fueron terribles en países como Polonia, República Checa, Bélgica, Holanda, Francia o Italia y que en muchos casos dejaron incluso más muertos que la primera ola, como se puede apreciar en el gráfico superior.
El asunto es que esta "ola de octubre", que afectó prácticamente a todos los países de una forma o de otra, no fue tan dura ni con Reino Unido ni con España. No digo que no fuera impactante, que lo fue en un momento en el que ya se hacían planes rumbo a la normalidad, pero no afectó de la misma manera. ¿Por qué? Imposible saberlo. En el caso español, parece claro que algo influyó el hecho de que, en rigor, nuestra segunda ola empezara en agosto, con los repuntes de Aragón, Navarra, Cataluña y Madrid, que no tienen parangón en ningún otro país de nuestro entorno. Nosotros llegamos a octubre ya con una incidencia de base muy alta, mucho más alta que los demás países, y, sí, vimos cómo la incidencia se disparaba, pero sin llegar a los picos que se vieron en Europa central ni los que nosotros veríamos tres meses más tarde. Digamos que al dividir la ola en dos y prolongarla en el tiempo, la suavizamos.
En cualquier caso, como sabemos, hubo miles de muertos en nuestro país durante octubre y noviembre, hubo restricciones, hubo estado de alarma y hubo confinamientos parciales. No fue ninguna broma. Ahora bien, cambió el ritmo con respecto al resto de Europa… salvo precisamente Reino Unido, que, sí, también tuvo ola de octubre, pero mitigada, nada en comparación con lo que se vería apenas dos meses más tarde. Mientras los países más golpeados por la ola de octubre cerraban completamente, tomaban medidas drásticas y se olvidaban de "salvar la Navidad", aquí pensamos que, bueno, ya que la segunda ola no había sido para tanto… igual nos salvábamos de la tercera. Fue un error descomunal, con diferencia el mayor, por absurdo y compartido, de toda la gestión de la pandemia.
Antes incluso del puente de la Constitución, a principios de diciembre, en España ya se estaba montando algo peligroso. Podía ser anecdótico o podía acabar como nuestro vecino Portugal o como las islas británicas, donde, tanto en Reino Unido como en Irlanda, se alcanzaban récords de incidencia y mortalidad cortesía de la famosa "variante británica" de la que tanto hablamos y tan poco nos preocupamos en secuenciar. ¿Puede que el hecho de haber relajado las medidas en el momento de expansión por todo el continente de la famosa variante hiciera que nuestra ola fuera particularmente violenta? Es muy probable. La ola de diciembre-enero, lo que nosotros llamamos habitualmente "tercera ola", estuvo muy localizada. Sí, hubo países centroeuropeos como República Checa que la engancharon también, igual que la enganchó Suecia, donde la base de transmisión es siempre tan alta que queda muy expuesta a este tipo de mutaciones, pero pasó inadvertida en media Europa.
El siguiente gráfico es bastante elocuente: hay un abismo en España, Portugal, Reino Unido e Irlanda entre lo que sucedió en octubre y lo que sucedería en diciembre-enero. No solo a niveles de incidencia sino a niveles de mortalidad. Desde el 6 de diciembre al 6 de marzo, en España se notificaron 24.790 defunciones, es decir, prácticamente las mismas que se dieron por buenas en los tres primeros meses de la pandemia, aunque ya hemos dicho que esas cifras eran muy poco fiables cuando no descaradamente falsas. Fuera por la variante o fuera por el comportamiento social o una mezcla de ambos factores, el virus puso contra las cuerdas la sanidad británica, la irlandesa, la portuguesa y la española durante esos tres meses… pero apenas afectó a otros países como Francia o Italia, donde se vio un repunte muy escaso y muy limitado, que se pudo controlar de inmediato.
Eso hasta que llegó la tercera semana de febrero y la cosa se empezó a complicar. ¿Qué número le ponemos a esta ola? En algunos países, sí, fue la cuarta. En la mayoría, la tercera. En España, aún no lo tenemos claro porque aún no nos ha dado de pleno y porque nosotros tuvimos agosto cuando los demás estaban tan tranquilos. La "cuarta ola” o, si se prefiere, "la ola de marzo 2021", está siendo muy dura en Polonia, como lo fue un poco antes en Chequia y amenaza Francia como amenazó en su momento a Italia y Alemania, países donde la cosa empieza a calmarse. Ahora bien, ¿cómo afecta esa deriva europea a España? ¿Estamos en la misma situación de las piezas de dominó que comentábamos para el año pasado?
En principio, no, aunque sea difícil ser categórico en esta pandemia. Por supuesto, cabe la posibilidad de que ese incremento en la transmisión lo veamos nosotros con retraso, pero parece más probable que en realidad sean esos países los que estén viviendo ahora la crisis que nosotros ya vivimos en enero y febrero. Ellos están en su tercera ola, pero con los tiempos cambiados. En rigor, las señales de alerta deberían venir ahora de aquellos países que pasaron con nosotros el mal trago del Año Nuevo y de momento no se ve incremento significativo en la incidencia en ninguno de ellos.
La ventaja, además, de haber prolongado tanto la bajada de la tercera ola, es que hemos llegado a un nivel de base muy bajo. No tan bajo ni mucho menos como el de julio, pero mucho más bajo que el de octubre, cuando nos pilló la segunda ola europea y mucho más bajo que el de diciembre, cuando empezamos nuestra tercera. Aunque es muy probable que el repunte por el que estamos atravesando se complique aún más, difícilmente llegará a los niveles anteriores ni a los que estamos viendo en París, por ejemplo, donde los hospitales vuelven a estar abarrotados. También es probable que con el cambio de estación aparezca una nueva ola entre los aún no vacunados, que serán mayoría, pero es imposible medir su impacto cuando ni adelantar que número ordinal le corresponderá.
Parece que hay algo cíclico y hasta cierto punto inevitable en estos repuntes allí donde se intenta convivir con el virus. Incluso con la vacunación masiva, quedaremos expuestos a las mutaciones y las variantes y habrá que cruzar los dedos para que ninguna desafíe la efectividad de las vacunas disponibles. De momento, no podemos asegurar nada, pero sí da la sensación de que cuanto más tiempo pasa, más aprendemos y eso, que en principio es una obviedad, es también un motivo de optimismo: si aprender fuera tan fácil, no nos habríamos pasado un año tropezando en piedras tan parecidas.