La antigua Mesopotamia es, hoy en día, un territorio líquido, asolado por los conflictos y donde es imposible prever en qué quedará el cambiante equilibrio de las fuerzas regionales y extranjeras. Para muchos, el origen de esta situación hay que buscarlo hace un siglo, con el vacío creado por el derrumbe del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial y las maniobras británicas y francesas para aprovecharlo; luego, el descubrimiento de petróleo enrevesó aún más esa letal herencia. Y el surgimiento de países trazados con tiralíneas sobre mapas en reuniones de despacho, ajenas a la realidad geopolítica, no hizo más que activar bombas de relojería que, décadas después, siguen alimentando los titulares de los medios y los temores de Occidente.
Uno de esos países fue Iraq, nacido con la intención de ser un estado títere de una Gran Bretaña que enfrentaba el ocaso de su era imperial. Y si uno observa las fotografías que recogen las reuniones de los pesos pesados de la diplomacia del momento, quizá se sorprenda al descubrir una silueta femenina. Ese pasmo es aún mayor cuando uno se entera de que esa mujer se llamaba Gertrude Bell, y que fue ella la que estableció los límites del naciente reino de Iraq. Fue llamada la "Lawrence de Arabia femenina" pero, en realidad, fue ella la maestra de quien heredaría los ojos azules de Peter O'Toole en la adaptación cinematográfica de su vida.
Gertrude Bell había nacido en 1868 en el seno de una familia aristocrática de primer rango, que había sabido unir al rancio abolengo de los siglos las bondades de una moderna fortuna nacida de la industria del acero. Su madre murió muy pronto, y su padre se casó con la escritora infantil Florence Bell, quien probablemente despertó en ella un espíritu profundamente romántico. Fue esa influencia la que le permitió estudiar en Oxford Historia Moderna, algo por entonces inusual para una joven de la aristocracia, si bien sus estudios no se vieron traducidos en un título oficial, algo por entonces vedado para las mujeres.
Pronto fue evidente que Bell no encontraría marido en un entorno que rechazaba su erudición, claramente excesiva para quien apenas tendría que hacer otra cosa que vigilar cómo era servido el té (de hecho, nunca llegaría a casarse y sólo se le conocieron dos relaciones más o menos románticas, una rechazada por su padre por la poca fortuna de su pretendiente, y otra que ella misma abandonó al tratarse de un hombre casado). Por tal motivo, en 1892 se trasladó a Persia a visitar a su tío, que ejercía allí como embajador británico. Le deslumbró el Oriente y la experiencia de viajar, recorrió todo el mundo y se convirtió en una consumada alpinista, llegando a estar colgada 48 horas en el vacío mientras intentaba escalar la cumbre del Finsteraarhorn.
Con el cambio de siglo centró sus exploraciones en Arabia. Aprendió a hablar con fluidez árabe y persa y recorrió Siria, Jordania y Palestina. Participó en las excavaciones británicas en Mesopotamia, donde llegó a poner en cuestión los métodos de explotación de los trabajadores locales y el expolio sistemático de los hallazgos. En el transcurso de esos viajes conoció al joven T.E. Lawrence, quien dejó testimonio escrito de la fascinación que despertaba entre las tribus locales aquella mujer que, al contrario de otras aventureras de la época, no disimulaba para nada su condición femenina (sin embargo, en lo que se refiera a la política de su país, era una ferviente antisufragista, pues consideraba que las mujeres británicas no estaban lo suficiente maduras políticamente para el voto).
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y ante la escasez de tropas disponibles, Gran Bretaña se vio obligada a jugar la carta de los beduinos, prometiéndoles grandes ventajas políticas y un país propio si se levantaban contra los turcos y los alemanes. Lawrence, quien se ganaría en esos años el sobrenombre de "Lawrence de Arabia" y Bell fueron los principales agentes británicos destinados en la zona para conseguirlo. Al finalizar el conflicto, las promesas cristalizaron en la decisión de fundar el reino de Iraq, bajo el mandato del rey Faisal, en lo que sería un estado títere de Reino Unido. Bell tuvo un papel muy importante en esa cita, y de hecho la propuesta territorial fue autoría suya.
Una vez conseguido lo que todos querían, Bell perdió influencia, pero aún así continuó residiendo en Iraq, donde fundó lo que hoy son la Biblioteca Nacional y el Museo Iraquí, cuya ala derecha recibió su nombre. En 1926 falleció por una sobredosis de pastillas para dormir, en lo que muchos han querido ver un suicidio tras una larga depresión causada por su ostracismo y el trágico fallecimiento de un hermano. Fue enterrada en Bagdad con altos honores políticos. Una película de Werner Herzog, con Nicole Kidman encarnándola, busca devolverla a la actualidad.