Cuando las primeras noticias del hundimiento del Titanic, que incluían entre los fallecidos al millonario estadounidense John Jacob Astor IV, llegaron a Londres el 15 de abril de 1912, un ejército de reporteros rodeó un lujoso edificio en Temple Place. Allí tenía sus oficinas William Waldorf Astor, primo carnal de aquél, que había abandonado Estados Unidos para instalarse en Inglaterra, cuya nacionalidad había obtenido en 1899. Ni un solo comentario salió de su boca. Por lo que a él respectaba, su desprecio hacia América era sólo comparable al que mantenía hacia la rama familiar que se había quedado allí.
Ambos eran nietos del primer John Jacob Astor, descendiente de un carnicero alemán, sin modales e inculto, que había hecho fortuna mediante el comercio de pieles, fortuna que multiplicaría comprando terrenos a los indios en Manhattan. Esas propiedades, cuando Nueva York comenzó a ser Nueva York, se revelaron como uno de los mayores negocios de la historia y, dos generaciones después, sus descendientes encabezaban la nueva sangre azul americana.
Sus nietos John Jacob III y William Backhouse Jr. no podían ser más antagónicos: el primero se convirtió en un obseso del control de los impulsos, la frugalidad y el cultivo de una cierta piedad condescendiente. El segundo fue un bon vivant que gastaba sin control, vivía alcoholizado en continuas fiestas en sus mansiones y barcos, y prácticamente no veía a su esposa Caroline, a cuya corte pertenecían todos los que contaban en la alta sociedad neoyorquina. Los hijos de ambos heredaron en esencia esos caracteres, aunque de manera más estricta en el caso de William Waldorf y algo menos descontrolada en el de su primo.
William Waldorf odiaba que la única Mrs. Astor reconocida en Nueva York fuese su tía en detrimento de su madre, así que para eclipsarla construyó un gran hotel, el Waldorf, justo en la puerta de al lado de su casa en la Quinta Avenida, lo que obligó a su hijo a hacerle otra mansión. John Jacob, además, acarició el plan de construir en el solar de la antigua casa familiar una fila de establos, pero al final el sentido del negocio le pudo y elevó otro hotel aún mayor, el Astoria. Los primos terminaron firmando una tregua y se abrieron corredores entre los dos edificios para que el Waldorf-Astoria funcionase como un único ente. Inmediatamente se convirtió en el centro de la vida social de la ciudad.
Para entonces (1897), William Waldorf había abjurado de la estruendosa clase social a la que pertenecía. Instalado en Londres, adoraba la aristocracia y la tradición, e incluso llegó a acusar a los nobles ingleses de ser decadentes y poco refinados. El hecho de que en una de sus primeras fiestas prohibiera la entrada al capitán Sir Berkeley Milne, íntimo amigo del Príncipe de Gales y enormemente respaldado por el Almirantazgo, desembocó en un escándalo que llegó a la primera plana de la prensa y que le retrató como un burdo nuevo rico yanqui. William Waldorf no pudo empezar con peor pie su condición de súbdito de la reina, mientras que en su ciudad natal, al otro lado del Atlántico, la prensa le llamaba William el Traidor y alborotadores quemaban públicamente su efigie por haber huido a Inglaterra.
Para paliarlo y transmitir su versión de cómo su nueva patria tenía que hacer para recuperar su esplendor compró varias publicaciones, como la Pall Mall Gazette o The Observer. Adquirió grandes fincas (como el castillo de Hever o la propiedad de Clivelend) que devolvió a su estado original, quitándoles cualquier aditamento posterior, y las cerró al público, lo que levantó contra él una nueva oleada de protestas. Además, dio orden de que en ellas se mantuviera la hora tradicional, una hora menor que la nueva de verano adoptada por el país, por lo que los relojes de todas sus posesiones iban atrasados. Y, en lo que fue definitivo objeto de burla, ordenó la confección de un delirante escudo de armas que le emparentaría con un tal conde Pedro d'Astorga de Castilla, un noble cruzado franco-español. Su bandera ondeaba en aquélla de sus posesiones en la que durmiera cada noche.
William Waldorf Astor murió en 1919 a los 71 años, habiendo conseguido ser ennoblecido como vizconde Astor. Un extraño a los dos lados del Atlántico; no terminó de ser reconocido ni por sus ex compatriotas ni por sus admirados ingleses. En realidad, habría sido feliz viviendo varios siglos atrás; claro que, por entonces, no habría podido disfrutar de una fortuna nacida de la expansión explosiva de Nueva York, la ciudad que le siguió financiando con sus rentas hasta el fin de sus días, y que para entonces empezaba a ser la capital del mundo. Otra señal más, para él, de la imparable decadencia occidental.