Los Reyes Católicos sentaron las bases, con su política de alianzas, para el Imperio que vino después y que inauguraría su nieto Carlos I. Eso más o menos, gracias entre otras cosas a las adaptaciones televisivas, la media de los españoles lo tiene claro. Lo que no es tan conocido es que toda esa filigrana política no habría tenido ningún resultado si a la vez el nuevo Estado surgido de la unión de las coronas de Castilla y Aragón no hubiera dispuesto de un aparato militar sin precedentes, los famosos Tercios. Y el haber del mérito, en este caso, corresponde a un personaje del que esta semana se conmemoran los quinientos años de su muerte, Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido como el Gran Capitán.
Fernández de Córdoba nació en 1453 en el seno de una familia noble, sin más horizonte ante él, como buen segundón, que la carrera militar. Y a ella se dedicó con entusiasmo, comenzando como soldado raso y alcanzando cada vez mayores responsabilidades al servicio de la reina Isabel. Fue en la campaña de Granada, una guerra larga, costosa y de guerrillas, donde comenzó a descollar al frente del ejército castellano, hasta el punto de lograr la derrota final del rey Boabdil, con quien mantuvo hasta el último momento amistad personal fundada en el respeto entre soldados.
La clave del éxito de Fernández de Córdoba fue una profunda identificación y respeto por sus hombres, lo que le permitía obtener de ellos máxima lealtad y esfuerzo. También sus imaginativas estrategias, que no vacilaban a la hora de ir en contra de lo establecido para incorporar innovaciones que sorprendían al enemigos con una eficacia que equilibraba hasta el combate más desigual.
Esas dotes como estratega de Fernández de Córdoba, que hicieron que sus propios hombres le otorgaran el sobrenombre de Gran Capitán, brillaron con máximo esplendor en la campaña de Nápoles (1501-04), donde el frágil reparto primero del reino entre Francia y España, y luego los intentos de los primeros de rebasar los territorios que le correspondían por el acuerdo secreto entre Luis XII y Fernando II, le llevaron a comandar las tropas aragocastellanas.
El Gran Capitán revolucionó el arte de la guerra con decisiones radicales como dar mayor importancia a la infantería (llegó a obligar a los caballeros a llevar en sus monturas a un soldado de a pie para moverse más rápidamente, lo que ocasionó el descontento de quienes lo consideraban deshonroso), la distribución de ésta tras los arcabuceros o la propia distribución sobre el terreno, que anticiparon cómo se haría la guerra en los siglos siguientes.
Quizá la más trascendente de sus innovaciones fue la creación de las coronelías, que agrupaban 6.000 hombres, una parte de los cuales armados con espadas cortas y lanzas. Creó un estilo de lucha en el que los que portaban esas armas podían escurrirse entre las piernas de los que iban delante para hacer un daño terrible en el interior de la formación enemiga. Ése fue el comienzo de las duras unidades de combate españolas, que cosecharían un rosario de aplastantes victorias en Europa, y que pasarían a ser conocidas como los Tercios.
Fernández de Córdoba fue además un buen político y diplomático, que ejerció de virrey en Nápoles y llegó a interceder para evitar que Alejandro VI se pusiera en contra del rey Fernando (eso sí, a la muerte de éste, se encargó de detener y devolver a España a su hijo César Borgia). Demasiadas habilidades para un súbdito leal que no caía en la adulación y se demoraba en responder a las demandas de su monarca.
Por todo ello, también con el Gran Capitán se repitió la historia tristemente tantas veces conocida en nuestro país. A pesar de sus grandes servicios, fue traído de vuelta a España, desposeído de sus responsabilidades, e incluso el monarca llegó a pedirle cuentas públicas y minuciosas de sus gastos en la campaña italiana. Dice la leyenda que el ofendido soldado le presentó unas intencionadamente farragosas que llegaban a contabilizar "cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes perfumados, para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo. Ciento sesenta mil ducados para reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados." Cierto o no, murió en 1515 en Loja (Granada), sin que Fernando le permitiese volver a Italia, quizá temeroso de lo que su popularidad entre los ejércitos pudiese deparar.