Es habitual escuchar a los historiadores hablar de hazañas, hechos militares y estrategias políticas a la hora de referir las grandezas de las naciones. Pero, desgraciadamente, ese recuento suele dejar en un segundo plano un hecho probablemente mucho más trascendental, el de que sólo los países que apostaron sin complejos, bien por sabia decisión política o llevados por las circunstancias, por el conocimiento científico y tecnológico, han logrado ser alguna vez hegemónicos.
España, a pesar de lo que ha marcado tradicionalmente nuestra historia, tampoco fue una excepción. El descubrimiento de América supuso una formidable revolución que revolucionó la concepción del mundo y puso una exigencia sobre el tablero de las disputas entre naciones: repentinamente, la clave de la supremacía estaba en la capacidad de absorber, ordenar e interpretar la riada de información que iba llegando a la Península por los frágiles barcos que regresaban de América. La exposición Dueños del mundo, señores del mundo, que puede visitarse hasta el 27 de marzo en el Museo Naval de Madrid, comisariada por José María Moreno, muestra cómo ese proceso se concretó en la lucha por poseer los mapas más detallados, completos y fiables.
Los Reyes Católicos pronto lo comprendieron así, y por eso fundaron la Casa de la Contratación de Sevilla en 1503, en una ciudad con acceso al mar pero cobijada de ataques de piratas y flotas enemigas. Y todo, para cobijar en sus instalaciones el que sería el mayor tesoro de todo el imperio que estaba construyéndose, de una importancia aún mayor que los cargamentos de oro, plata, especias y mercaderías varias que llegaban a los puertos españoles: desde 1508, la Casa fue la responsable de la custodia, mantenimiento y actualización del Padrón Real, el mapa que reflejaba el nuevo mundo que estaba revelándose, y que debía conservarse como el secreto mejor guardado de una Monarquía que había reventado las costuras de la geografía conocida hasta entonces.
El Padrón Real se convirtió en la fuente de confección de las cartas utilizadas por los buques que cruzaban el océano, y el grado de secreto era tal, que todos los que trabajaban en algo relacionado con él llegaban a ser prácticamente secuestrados por la Corona para que no tuvieran contacto con nadie. De hecho, en el caso de que un buque fuera a ser abordado por un navío enemigo, debía antes de nada lanzar por la borda cualquier mapa que transportara. La lucha por la inteligencia fue, así, un antecedente de lo que ocurriría muchas veces en la historia, como en la Guerra Fría.
Sin embargo, las constantes expediciones, como la vuelta al mundo de Magallanes-Elcano (1519-22), traían informaciones nuevas que obligaban a ir corrigiendo periódicamente el Padrón. Así, fueron ordenándose revisiones oficiales, como las de 1518 y 1526 por parte de Hernando Colón, hijo del descubridor, si bien comenzaron a surgir las voces que afirmaban que la información contenida en el Padrón no correspondía con la experiencia a la hora de navegar por el litoral americano. El debate fue cerrado tajantemente en 1545, cuando el rey volvió a decretar la vigencia de las cartas de la Casa como única referencia. Y así se mantendría hasta que, con el cambio de siglo, el trazado de los mapas pasara a realizarse en Flandes. No sería hasta el siglo XVIII que la cartografía volvería a renacer en España.
Pero el secretismo no se limitaba sólo a los mapas, sino a cualquier detalle del arte de navegar. Como ocurriría a los pioneros del aire, el reto del océano obligaba muchas veces a improvisar y desarrollar técnicas e instrumentos para responder a los nuevos desafíos. Y en 1575, el navegante asturiano Juan Escalante de Mendoza compuso el Ytinerario de Navegación de los mares y tierras Occidentales. La monumental obra, confeccionada como un diálogo entre un joven aprendiz y un experimentado piloto, busca no sólo recoger la cartografía conocida hasta ese momento, sino todos los detalles de la navegación, desde cómo se forma un buen marino (que proceden, según Escalante, de entre los "pobres" y los "inquietos"), se corrigen los errores de lectura de la brújula mediante las agujas de marear, se cuida la salud de los marineros o, incluso, se combate a cada uno de los piratas conocidos entonces.
No hace falta decir que la obra de Escalante sufre el mismo cerrojazo oficial, y su autor no logra que la Corona le compense como corresponde el gasto en el que había incurrido. Tampoco su hijo que, entre medias, tiene además que intervenir para detener la propagación de ediciones pirata de la obra, que sólo terminaría viendo la luz en el siglo XIX. Para entonces, hacía mucho tiempo que España había dejado de ser líder. Y no es casualidad que, entre otras cosas, coincidiera con que había dejado de ser también referencia del conocimiento.