En la fotografía aparecen unas viviendas recién terminadas, iluminadas con una bonita luz de atardecer. Al fondo, las estribaciones de la cordillera de la Costa. Son unas casas con aspecto moderno, prismáticas y con cubierta plana, que podrían estar en cualquier revista de diseño. Adosados para una urbanización de clase media, como los que han proliferado en las afueras de las ciudades y pueblos españolas.
La siguiente imagen muestra unas viviendas pintadas con colores vivos y ventanas de distintas formas y tamaños. Hay una cierta relación con la arquitectura espontánea de los suburbios. Frente a ellas, coches aparcados y macetas de distintos tamaños. Una mirada atenta a ambas fotografías y entendemos que son las mismas vivienda. La transformación que existe entre las dos imágenes ayuda a entender las circunstancias en las que construyeron, y cuál ha sido el proceso que han seguido hasta su estado actual. Se trata de uno de los proyectos más representativos de Alejandro Aravena, reciente Premio Pritzker.
Las viviendas resuelven la situación de los antiguos habitantes del asentamiento, pero no contribuyen a mejorar el lugar
La Quinta Monroy en Iquique, una importante población al norte de Chile, era un asentamiento ilegal que ocupó unos terrenos durante tres décadas. Un programa de vivienda social del gobierno chileno planteó reubicar a las 100 familias que vivían allí. Las alojaría en viviendas con las condiciones higiénicas adecuadas. Para evitar el desarraigo de unas familias que habían establecido relaciones sociales y afectivas en el entorno, se planteó reubicarlas en el mismo lugar. Así que compraron el suelo ocupado.
Esta operación tenía el inconveniente de que la mayor parte del presupuesto se gastaba en esta adquisición, lo que dificultaba la construcción de casas para todas las familias. Elemental, el estudio de Aravena, propuso crear un conjunto que resolviera la estructura básica de las viviendas, con las instalaciones mínimas que las hicieran habitables, y que permitiera que los habitantes las reformaran y ampliaran con el paso del tiempo. Se definía el volumen de una vivienda completa, pero se construía solo la mitad.
En la parte edificada se situaban el baño, la cocina y la escalera, y en la parte libre había espacio para ampliar la vivienda si la familia crecía. Los habitantes de la casa colaboraban en la construcción de la misma y más adelante se apropiarían de ella al modificarla a su gusto. Esta iniciativa conseguía mejorar las condiciones de vida de 100 familias sin que abandonaran el barrio al que estaban relacionados sentimentalmente. Una intervención pública que resuelve una situación de emergencia social.
Oro parece...
Esta es la parte positiva del proyecto, la que el jurado del premio Pritzker puso el acento al valorar la aportación del arquitecto chileno. Pero las imágenes que ofrecen del proyecto no muestran la realidad del entorno en el que se ubican. Es un suburbio rodeado de viviendas autoconstruidas, en la que no existe el espacio público de relación, sólo una estrecha acera ocupada en muchos casos por los coches. Los espacios libres de estas viviendas, que debían ser un ámbito para fomentar la vida social entre los vecinos se cierran a la calle y pasan a estar utilizados como aparcamiento.
Las viviendas una vez modificadas no se distinguen en lo fundamental del entorno en el que se ubican. La ampliación de las mismas se produce con materiales de escasa calidad, que no garantizan las condiciones adecuadas de habitabilidad. Las viviendas resuelven la situación de los antiguos habitantes del asentamiento, pero no contribuyen a mejorar el lugar en el que se ubican, son un parche a un problema mayor. Es una situación que refleja un abandono de las políticas sociales en materia de vivienda durante décadas y la falta de control urbanístico en el crecimiento de las ciudades.
No se trata de un caso aislado, es habitual en Latinoamérica. No se puede achacar al arquitecto que su proyecto no resuelva problemas mayores, pero ayuda a poner en duda las palabras con las que el jurado del Premio Pritzker ensalzaba la figura del galardonado (que formó parte de ese mismo jurado hasta el año pasado): “Alejandro Aravena está liderando una nueva generación de arquitectos que tiene una comprensión holística del entorno construido y ha demostrado claramente la capacidad de conectar la responsabilidad social, las demandas económicas, el diseño del hábitat humano y la ciudad. Pocos han crecido a las exigencias de la práctica de la arquitectura como un esfuerzo artístico, así como frente a los desafíos sociales y económicos de la actualidad”.
La relación entre arquitecto y usuario no es tan estrecha en las viviendas sociales proyectadas por Aravena, ni la inserción en el lugar está tan cuidada
El ejemplo de Iquique nos muestra que el poder transformador de su arquitectura es limitado, y la experiencia en materia de vivienda social que se desarrolló en España en los años cincuenta y sesenta ayudan a comprender que su aproximación a este tema no es ni mucho menos innovadora. En los poblados dirigidos, como Caño Roto o Entrevías, que se construyeron en Madrid para alojar a la gran cantidad de población que llegaba procedente del campo, los arquitectos proyectaban la organización general del conjunto y planteaban la construcción de las viviendas para que los propios usuarios pudieran colaborar en ella.
Existía una comunicación entre los proyectistas y los futuros habitantes que hicieron que la experiencia fuera enriquecedora, y se consiguieran resultados muy interesantes que han pervivido en el tiempo. Cuanto mejor era el diseño de los ámbitos de relación entre la vivienda y espacio público, mejor ha sido su evolución a lo largo del tiempo, ya que los habitantes han cuidado mejor del entorno al considerarlo como propio. Dicha relación entre arquitecto y usuario no es tan estrecha en las viviendas sociales proyectadas por Aravena, ni la inserción en el lugar está tan cuidada.
Coincide esta aproximación a la arquitectura social del Pritzker con el fallo del premio Turner, que este año ha seleccionado una obra de rehabilitación urbana del colectivo Assemble. Este grupo de arquitectos británicos ha apostado por el trabajo colaborativo, con el que recuperan para su uso público espacios que han quedado obsoletos o en desuso. El proyecto premiado ha recuperado unas viviendas en el barrio de Toxteth, Liverpool, el lugar en el que creció Stephen French. En 1981, en el contexto de la recesión que sufrió Gran Bretaña, se produjeron unos importantes disturbios, que afectaron en muchos casos a las edificaciones del barrio.
La desaparición de la actividad social, el cierre de negocios y locales de reunión, unido al deterioro de las viviendas, hizo que estas se abandonaran durante décadas. Ghost Town, como definieron The Specials la situación de muchos barrios periféricos. En un importante proyecto de regeneración de la zona, las autoridades de Liverpool decidieron derribar las viviendas. Pero una asociación de vecinos del barrio llevaba tiempo trabajando para mantener en pie esos edificios con el fin de que sean los propios habitantes del entorno los que puedan volver a vivir en ellos.
Los vecinos y los arquitectos colaboran en el diseño y en la realización de las obras de rehabilitación
Buscan establecer vínculos entre el lugar y sus habitantes, con el mismo criterio que el realojo de las familias en Quinta Monroy. Para este trabajo contaron en 2010 con el colectivo Assemble, que no ha tomado la iniciativa, sino que se ha puesto al lado del cliente, con el usuario final del espacio, para asesorarle en las decisiones que requieran de conocimientos específicos. Los vecinos y los arquitectos colaboran en el diseño y en la realización de las obras de rehabilitación.
Esta es una diferencia importante entre los proyectos de obra social de Aravena y las actuaciones del colectivo Assemble. Las primeras se hacen desde la esfera de lo público, mientras que las segundas se plantean desde la iniciativa privada. Propuestas de este tipo se llevan planteando en las dos últimas décadas, por equipos de arquitectos y asociaciones vecinales que proponen alternativas de ocupación del espacio público y rehabilitación de entornos degradados. Existen iniciativas de utilización de solares vacíos en centros históricos para ganar un espacio público del que no disponía el tejido urbano o reutilización de edificios vacíos.
Si el Priztker y el Turner sirven para poner el foco en esas actuaciones, supondrá un cambio en el modo en el que las estructuras de poder se apoyan en la arquitectura. Si sirve como hasta ahora, para potenciar la imagen exclusiva del arquitecto o el artista que trabaja en solitario, habrá sido una propuesta que mira en una dirección interesante, pero que se queda a las puertas de esa necesaria transformación.