“Puedo contar esa etapa con mucha tristeza”. Salvador Guzmán tenía seis años el siete de febrero de 1937 cuando cruzó la carretera de Málaga a Almería, en el trágico episodio de la Desbandá. “Eran las ocho de la tarde y mi madrastra me mandó llevarle un canasto a mi padre al Ayuntamiento de Coín (Málaga) donde fue primer teniente alcalde durante la República”. Su padre lo mandaría corriendo a casa.
La ciudad de Málaga iba a caer en pocas horas ante las tropas golpistas. Todo era un auténtico descontrol. Una radiografía de estampida como la que se vive hoy en las calles de Siria. Por la Nacional 340, pegada a la costa, comenzaba el tránsito de cientos de miles de refugiados huyendo de la guerra. Su destino era una de las pocas ciudades andaluzas que se mantenía aún republicana, Almería.
Más de 300.000 personas huyeron de la ciudad malagueña y su provincia, el doble de la cifra aceptada hasta hoy
1937. Éxodo Málaga Almería (Aratispi Ediciones) es la última investigación publicada por el arqueólogo Andrés Fernández y la historiadora Maribel Brenes, que aporta un dato hasta ahora inédito sobre los hechos: más de 300.000 personas huyeron de la ciudad malagueña y su provincia, el doble de la cifra aceptada hasta hoy por la historiografía.
“Tras limpiar archivos de toda España, hemos detectado en unos documentos de la Fundación Negrín la increíble cifra de 300.000 refugiados huyendo de los golpistas por aquella carretera”, apunta Fernández. La cifra, hasta ahora manejada, era de 150.000 aportada por el médico canadiense Norman Bethune, que atendió a los enfermos y desnutridos en este éxodo forzoso.
Pánico en la carretera
Guzmán salió del municipio malagueño de Coín en un Renault L4 junto a su familia. Su memoria nítida le permite narrar con total claridad los hechos. “Cogimos lo más imprescindible y nos fuimos”. La salida, ya de madrugada, se producía con los militares entrando en la Alameda. “El chófer, mi papa, mi madrastra, mi hermana Ana, mi hermana Carmen, mi hermano, la mujer del alcalde, el hijo, el alcalde y yo, que me llamaban el rubito, y a más de 50 bombas metidas en la guantera”.
Treinta kilómetros lo separaban de la ciudad de Málaga a la que tardaron en llegar más de cinco horas en una carretera que no se encontraba asfaltada. Así llegaría la familia Guzmán hasta la capital, sembrada por el caos. “El pánico se apoderó de todo el mundo y, al atardecer, cientos de personas abandonaban desordenada y precipitadamente la ciudad”, relata Juan José Olmos, director de la farmacia municipal. Uno de los testimonios inéditos de la investigación publicada en el libro 1937. Éxodo Málaga Almería.
El conductor (un muchacho de 18 años) cuando ve el panorama se echa a llorar y solo decía me quiero volver
La memoria infantil de Salvador recuerda cómo “en la carretera, los barcos Cervera y Canarias localizan el coche y comienzan a tirar proyectiles”. Restos de cadáveres no permitían al chófer pasar por la carretera. “El conductor (un muchacho de 18 años) cuando ve el panorama se echa a llorar y solo decía me quiero volver, me quiero volver”. Una imagen dantesca.
“No había criaturas enteras. Era un auténtico infierno pero seguimos adelante”. Después de un silencio, Salvador retrata otra escena imborrable: “Un padre sacó una pistola y mató a la hija y al hijo, después mató a la mujer y cuando fuimos a cogerle se pegó un tiro”. Salvador se encuentra a cinco metros de los cuerpos. La familia Guzmán sigue adelante sin probar bocado en demasiados días. Exhaustos.
Le preguntó al camionero si tenía combustible, pero estaba muerto con las manos puestas sobre el volante
Segunda jornada, el viaje continúa. Ya se encuentran en Salobreña (Granada). “Mi papá no tenía gasolina y se metió en un túnel donde había un camión ensangrentado. Le preguntó al camionero si tenía combustible, pero estaba muerto con las manos puestas sobre el volante”. El chófer no podía proseguir la marcha. Encender la luz de madrugada significaba ser blanco fácil de los buques Cervera y Canarias que cruzaban la costa. “Nuestro conductor decía que no quería seguir sin luz porque podía irse para el mar y matarnos”. Salvador recuerda que empujarían el coche tres o cuatro soldados con los niños subidos, los mayores fuera y otros tres o cuatro soldados quitando los cadáveres de delante para que no obstaculizaran el coche.
La desesperación de los refugiados era constante. Una situación límite. “Los niños llorábamos dentro del coche porque queríamos agua. Los soldados nos dieron platos de agua salada y los niños llorábamos aún más”, rememora con una sonrisa agridulce. Salvador no olvida la figura del médico canadiense Norman Bethune. “Aquel médico llevaba los enfermos a la playa y sólo tenía un serrucho para cortar las piernas y los brazos”, con las que paraba las hemorragias a los enfermos y heridos de una muerte segura.
Bombardeo en Motril y recta final
“A la mañana siguiente llegamos a Motril. Nos dijeron que sin el permiso del Comandante militar de la zona no podíamos continuar la marcha. En 15 minutos tres aviones comenzaron a sobrevolarnos”. “Los soldados cogieron a los niños para meternos en una fábrica cercana, poniéndonos debajo de unos sacos. Cada vez que una madre o un padre salía para buscar a alguno de los suyos, que se había quedado por el camino, ya no volvíamos a verlo con vida”. Salvador y su familia salieron ilesos de un nuevo y terrible episodio. Hasta las cinco de la tarde no pararon de caer bombas. “Cuando salimos solo había trozos de animales y personas, ya masacrados”. A duras penas, el viejo L4 continuó la marcha hasta llegar el día nueve, a las once la noche, a la ciudad de Almería.
El investigador Fernández afirma que “la ciudad de Almería contaba con una población de 50.000 personas, que llegó a cuadruplicarse ante la infinidad de camiones procedentes de Málaga y abarrotados de personas, en su mayoría, mujeres y niños”. El subcomisario de guerra Gil Roldán y Bilbao retrata aquel horror: “La carretera desde el frente hasta Almería era un verdadero río humano, dando el espectáculo de mujeres, niños y hombres que morían de completo agotamiento y otros muchos que se suicidaban”.
A mi papá le ataron las manos con alambres y se cortó las venas con una navaja
Salvador llegaría con su familia hasta la céntrica calle de las palomas, donde su padre tenía a unos conocidos. “La mujer nos hizo un gazpacho con huevo pero poco nos duró la alegría, ya que se presentó la aviación” para dejar sin descanso a los refugiados que venían con apenas un hilo de vida. El pequeño Salvador intentaba recobrar la normalidad jugando en las calles. “Mientras tanto, mi padre se marcharía al frente de Guadix”, relata. La tranquilidad no duró mucho a los Guzmán. Pasado apenas dos años, en el mes de abril de 1939, el padre de Salvador, José Guzmán González, caería preso en el campo de concentración de Benalúa de Guadix. “Gracias a un salvoconducto, mi padre salió del campo para volver en paz a Málaga”.
El único superviviente
Al llegar a la estación, un militar conoció su rostro y dio el chivatazo. Salvador no sólo se haría mayor soportando las durísimas condiciones de hambre y dolor. También viendo entre rejas a su padre, en la antigua prisión provincial de Málaga, hasta que un Consejo de Guerra lo lleva, el 17 de octubre de 1944, a los muros del cementerio de San Rafael, donde se encuentran los restos de 2.840 represaliados identificados en la fosa común más grande exhumada, hasta el momento, en Europa occidental.
“A mi papá le ataron las manos con alambres y se cortó las venas con una navaja. Luego le dieron el tiro de gracia y lo metieron en un ataúd”. José Guzmán se encuentra enterrado en el patio del cementerio civil del camposanto malagueño, sin haber podido encontrar sus restos en la exhumación realizada en el año 2009.
Este “nene de la desbandada”, como el mismo se denomina, es el único superviviente que narra, a día de hoy, aquellos terribles sucesos con voz propia. En un pequeño cuaderno de anillas, ha escrito, con su puño y letra, estas vivencias. “El libro se titula un nene en la guerra civil española y no sé apenas leer y escribir, ya que pude ir a la escuela sólo un día”, destaca con tristeza. Las fotografías, documentos y palabras que aporta permiten conocer el durísimo relato de un niño, que con tan solo seis años, vivió uno de los peores episodios ocurridos en aquella guerra.