Resulta sorprendente que la industria norteamericana por excelencia, Hollywood, fuese obra de un puñado de hombres ajenos a la esencia de lo que era la élite estadounidense de principios del siglo XX. Como cuenta Neal Gabler en Un imperio propio (Confluencias), los que obraron el milagro fueron judíos, muchos de ellos inmigrantes, que triunfaron con el cine porque los industriales blancos, anglosajones y protestantes, que dominaban el resto de los sectores, consideraban que aquél era un negocio indigno.
Eso sí, lo que rompe Gabler es el mito de que los nuevos magnates del cine eran pobres que hicieron fortuna con el cine. Eso puede ser cierto en el caso del padre de la Universal, Carl Laemmle o de William Fox, quien puso los cimientos de lo que terminaría siendo la 20th Century Fox. Pero no en el de, quizá, el más grande: Adolph Zukor, el gigante de la Paramount. Para cuando decidió poner el pie en las películas, ya era rico, pero lo era en un sector que difícilmente le daría el reconocimiento social: el peletero.
Zukor, que había nacido en la aldea de Ricse, en la actual Hungría, en 1873, y había emigrado a Estados Unidos con dieciséis años, había llevado a su prometida en 1897 a ver una película en el teatro Hopkins de Chicago que reproducía una escena de un éxito de Broadway del momento. Al día siguiente, no pudo dejar de pensar en lo que había visto y, al salir del trabajo, volvió a sentarse en la platea. Tuvo una iluminación: "Duró quizá un minuto", dijo, "pero dejó una impresión imborrable en mi memoria."
A partir de ese momento, las películas se convirtieron en su obsesión. Dedicó una parte de su negocio a abrir en 1903, en Nueva York, el Automatic Vaudevill, un salón en el que se podían contemplar, de manera individual y por un centavo, pequeñas cintas de tres minutos producidas por Edison a través de un aparato conocido como kinetoscopio. Junto a su socio Marcus Loew, pronto se expandieron a otras zonas de la ciudad. Pero entonces, en 1904, llegó la noticia de que un ermitaño había abierto un teatro de imágenes en movimiento en Covington (Kentucky), y comprobaron personalmente cómo la gente literalmente se pegaba por entrar.
Zukor optó por una decisión arriesgada: contra la opinión de todos, que decían que el público se aburriría y no lo soportaría, defendió que había que ofrecerle cintas largas
Zukor comprendió que ése era el negocio real, y dio orden de aprovechar una planta vacía sobre el Automatic Vaudeville para instalar doscientos asientos. Pero, cuando los hubieron instalado, se aterraron al ver la dificultad que entrañaría llenar aquella sala, pues los espectadores difícilmente pagarían cinco centavos, cinco veces lo que costaba disfrutar del kinetoscopio, para ver algo que no conocían, imágenes en movimiento proyectadas sobre una pantalla.
¿Cómo hacer para que el público que abarrotaba la planta baja se decidiera a subir? Como buen vendedor, Zukor tuvo una idea brillante: "Pusimos una magnífica escalera de cristal. Bajo el cristal había un canal metálico por el que bajaba el agua como una cascada, con luces rojas, verdes y azules cuyo brillo lo atravesaba. Lo llamamos Crystal Hall, y la gente pagaba los cinco centavos principalmente por la escalera, no por las películas. Fue un éxito enorme."
Pero pronto, Zukor comprendió que no bastaba con eso: ni la escalera ni la proyección de películas cortas podía mantenerse cuando pasara la novedad. Y no sería por falta de creatividad: abrieron incluso salas de cine que imitaban el interior de un vagón de cine, en las que se proyectaba Asalto y robo de un tren, de Edwin S. Potter, la primera cinta que narraba una historia de una cierta compeljidad. Pero no era suficiente: la asistencia a las salas era grande durante un tiempo, pero luego se desplomaba.
Por eso, Zukor optó por una decisión arriesgada: contra la opinión de todos, que decían que el público se aburriría y no lo soportaría, defendió que había que ofrecerle cintas largas y, para demostrarlo, se trajo de Europa la filmación de la obra La reina Isabel, protagonizada por la mismísima Sarah Bernhart, la gran diva del teatro. El éxito fue arrollador, y le permitió a Zukor ir atrayendo a otros grandes nombres del teatro para que accedieran a que se filmaran sus representaciones: repentinamente el cine, al que los actores "serios" de Broadway desdeñaban por considerarlo una mera atracción de feria, comenzaba a ser considerado un arte, y además muy lucrativo.
Poco tiempo después, Zukor controlaba, a través de su empresa Famous Players-Lasky Corporation, a la primera estrella nacida exclusivamente en la pantalla, Mary Pickford, y daba pasos seguros en la construcción de lo que poco tiempo después sería Hollywood, expandiéndose hacia la producción y la distribución de las películas. Pero todo comenzó en la planta superior de un salón recreativo, con una deslumbrante escalera que, en realidad, ocultaba en lo más alto la verdadera maravilla.
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