Desde que era un niño, a Akira Kurosawa le fascinaban las películas del Oeste que veía en el cine con su padre. Creció enamorado de historias inevitables sobre indios y vaqueros. La influencia del género fue tal que, en cuanto pudo, adaptó a la cultura tradicional japonesa una trama propia de un western. Y aunque la idea fue rechazada primero por ser demasiado occidental y, tras la ocupación estadounidense, por ser demasiado oriental, por fin, en 1954, vio la luz una de las cintas más aclamadas de la historia: Los siete samuráis.
Llevado por su admiración a Kurosawa, John Sturges estrenaría en 1960 Los siete magníficos, readaptando la idea a la perspectiva occidental. Varios años más tarde, George Lucas se quedaría prendado de ese western con katanas que era Los siete samuráis y decidió sustituir las katanas por espadas láser y trasladar la acción a otro escenario, hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana. Escenario que Tarantino devolvió al Oeste con Kill Bill, aunque manteniendo las katanas, claro.
Trasvase cultural
Esa clase de retroalimentación entre civilizaciones, de adecuación de conceptos que orbitan entre ambos polos arrastrando en cada viaje un valioso sedimento, ese lento proceso de contaminación cultural entre Oriente y Occidente ha existido desde siempre. Desde el mismo momento en que la Ruta de la Seda dibujó sobre el atlas una línea nerviosa que comenzaba en China y se perdía más allá del Karakórum, extendiéndose por Persia, Egipto y Europa Oriental. “Oriente coge lo que le interesa de Occidente y lo adapta; lo retuerce hasta que encaja bien. Y esto ocurre con lo más simple y con lo más complejo. Y con distintos grados de retorcimiento”. Cuando se trata de Asia conviene escuchar a la periodista María Piñeiro, especializada en la cultura de China, país en el que residió mucho tiempo, y poseedora de una visión muy natural de una realidad tan distante.
Oriente coge lo que le interesa de Occidente y lo adapta; lo retuerce hasta que encaja bien. Y esto ocurre con lo más simple y con lo más complejo. Y con distintos grados de retorcimiento
El caso de China es paradigmático. Es maravilloso cómo Oriente y Occidente se acechan el uno al otro. La forma en que se vigilan de cerca pero guardando las distancias, rondándose como si en cualquier momento fuesen a sumergirse en un baile salvaje y peligroso. La suya es una relación basada en una sana y honesta desconfianza mutua. Son, por así decirlo, enemigos íntimos que se toleran a la fuerza. Y tal vez el ejemplo de China sea el que mejor describa esta relación.
El profesor Gabriel García-Noblejas, uno de los sinólogos españoles más reputados, me ayuda a trazar un breve repaso a su historia. Este intercambio cutural entre dos mundos tan distintos se inicia con la Ruta de la Seda, que llega a conectar Roma con China, el “país de los seres”. Siglos después, con el auge del imperio español y del imperio británico, China repliega sus fronteras y cae en un cierto hermetismo que la estanca para siempre en su propio pasado. “Es un país que lleva oponiéndose a la influencia occidental desde el siglo XV. No es algo coyuntural. Acepta las ideas de Occidente en todo lo que entiende que les beneficia a ellos, pero manteniendo completamente su identidad nacional”. Como señalaba María Piñeiro, García-Noblejas también cree que “China imita a Occidente para mejorar su propio desarrollo, pero es un país con un sentimiento nacionalista muy fuerte que se ve reflejado, por ejemplo, en sus libros de texto, donde siempre se ha enseñado que China es el país más grande e importante del mundo”.
Los Cuatro Antiguos
La historia, sin embargo, concedió un respiro a Occidente cuando a mediados del siglo XX Mao Zedong decide poner fin a los pilares que, en su opinión, suponían un retraso para el país, conocidos como Los Cuatro Antiguos: las costumbres antiguas, la cultura antigua, los hábitos antiguos y las ideas antiguas.
Debido al rechazo a su propia historia, China comienza a sufrir entonces un creciente proceso de occidentalización que se manifiesta, por ejemplo, en la repentina modernización de sus ciudades. “En el centro de Pekín se tiraron barrios enteros que eran originales, verdaderos hutong de casas bajas con tejadillos -me explica María Piñeiro, destacando la repulsa de China a lo tradicional durante aquella época-. Quedan algunos, pero muchos son un poco inhabitables. Sin baño en las viviendas y con los ancianos saliendo con el plumas sobre el pijama en invierno a orinar en el baño público. Otros se adaptan pero se gentrifican: bares modernos, muchos de ellos con cerveza importada, tiendas de moda, etcétera”. Donde antes había callejuelas antiguas formando un singular casco histórico, ahora hay rascacielos y restaurantes made in USA. Es natural.
Últimamente, desde finales del siglo XX, los chinos comienzan a admirar su pasado anterior a Mao: por eso están recomprando la porcelana china
En la actualidad, tras esa etapa en la que el contagio cultural fue mayor, China parece querer volver a cerrar filas. “Últimamente, desde finales del siglo XX, los chinos comienzan a admirar su pasado anterior a Mao”, aclara el profesor García-Noblejas. Es como si se quisiese recuperar el espíritu de la antigua China. Como si se anhelase la desoccidentalización de Oriente en una defensa férrea de su identidad propia. “Un buen ejemplo de todo ello es lo que está sucediendo con la valiosa porcelana china, ya que curiosamente es en China donde se ofrece un mayor precio por ella. La están recomprando. Y lo hacen por puro orgullo”, puntualiza el sinólogo.
En estos días pasados me llamó la atención una extraña noticia que, a la postre, ha terminado inspirando este artículo. Wang Jianlin, el hombre más rico de China, ha construido en la ciudad de Nanchang un colosal parque de atracciones totalmente basado en la cultura milenaria china. Durante su inauguración, el multimillonario lamentó que después de mil años de dominio cultural chino, el país careciese de confianza en su propia cultura, rendida a Occidente. Toda una declaración de intenciones coronada por sus declaraciones al canal de televisión CCTV: “El tiempo en el que seguíamos ciegamente a Disney se ha terminado”.
Disney es Occidente
Disney es el espeluznante Occidente. Y Oriente es un parque temático de 3.000 millones de dólares con edificios en forma de tazas de porcelana, dragones y formas chinas. Un complejo recreativo que representa el fin de la Ruta de la Seda. El fin de un enriquecedor intercambio cultural que, con mayor o menor fluidez, ha durado más de dos mil años y que encuentra su broche de oro en una triste paradoja: un típico parque de atracciones estadounidense como símbolo de la cultura china. Apelar al orgullo patrio para hacer caja no es algo nuevo, aunque no por ello es menos descorazonador comprobar que todavía hay quien pica el anzuelo. “Lo chino, especialmente cuando es así, colorido, rebajado, pop, divertido, vende mucho. También a los chinos”, lamenta María Piñeiro.
A pesar de que la occidentalización de China existió, sin duda, siempre estuvo lejos de ser una asimilación. El pueblo chino está orgulloso de lo suyo. De su pasado grandioso y de su futuro prometedor
Lo cierto es que, más allá de la mercadotecnia, como expone García-Noblejas, “en realidad China nunca ha corrido el riesgo de convertirse en Occidente”. Algo en lo que Piñeiro coincide: “A pesar de que la occidentalización de China existió, sin duda, siempre estuvo lejos de ser una asimilación. El pueblo chino está orgulloso de lo suyo. De su pasado grandioso y de su futuro prometedor. Y ahora está especialmente orgulloso de su poderío económico”.
Antes de despedirnos, María abunda en el sentimiento de recelo hacia lo occidental que la actual situación de China genera entre sus ciudadanos: “Incluso existe cierta preocupación en algunos sectores porque interpretan que los extranjeros acuden a China a quitar el trabajo a su gente porque sus países están en crisis”.
Pues oigan, me van ustedes a perdonar, pero tal y como yo lo veo, pocas ideas hay ahora mismo más occidentales que esa. Por desgracia.