Dice el Nobel J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) que a los animales sólo les queda su silencio para enfrentarse a nosotros; que, generación tras generación, “nuestros cautivos se niegan a hablar”: que tendremos que convivir siempre con esa mirada enigmática de nuestros desconocidos y callados vecinos. Ama a Juan Ramón Jiménez y su Platero y yo porque el autor no intenta humanizar al burro, sino que se camufla con él: se viste de pelo suave y orejas largas. El poeta rebuzna y eso a Coeztee le gusta. Cree que la única forma de salvar a un animal no es categorizándolo como a una persona -siempre el eje humano como medida de todas las cosas, que no es más que ego bruto-, sino identificándose con él.
En esta línea ha dado esta tarde una conferencia dentro del ciclo Capital Animal, en el Museo Reina Sofía, ante más de medio millar de devotos: ha hablado sobre el hombre y su relación con los seres vivos, sobre el instinto y el intelecto, sobre esa forma de razón que es el alma, sobre la miseria de una civilización que explota en crueldades. Lo ha dejado sobre la mesa: ¿quién anda flaco de dignidad aquí, el ser humano o la bestia? Ha apostillado también que el hombre, en verdad, quiere ser animal, y que sólo lo es cuando desea. Luego recoge el chiringuito y vuelve, medio cabizbajo, al mundo pesaroso ese de la moral y la inteligencia. “Sólo cuando nuestros apetitos están satisfechos, regresamos al mundo de la razón”.
El sacrificio animal que se aplaude
Coetzee escupe simbólico, metafórico, sereno. En vez de una soflama animalista, ha preferido masticar la cuestión del maltrato animal literaturizándola, leyendo en voz alta una suerte de continuación de su obra Elisabeth Costello en la que ella, la madre, habla con su hijo John. Su forma de explicar el mundo es filtrándolo por el ojo de aguja de la filosofía. Fantasea con fundar un matadero de cristal y plantarlo en el centro de la ciudad: “He pensado que la gente tolera el sacrificio de animales porque no llegan a verlo. A oírlo. A olerlo”, explica, por boca de Elisabeth.
Sin embargo, cuando al final de su ponencia de casi dos horas, EL ESPAÑOL le pregunta sobre esa muerte animal que no sólo se ve, se oye y se huele, sino que se aplaude y se disfruta en forma de espectáculo -la tauromaquia- el Nobel esquiva la cuestión frente al auditorio repleto. A pesar de ser, como bien ha señalado José Carlos Miralles, “un escritor libre y profundamente comprometido con la vida y con el arte” que no duda en emitir “una reflexión crítica del presente”, combate la explotación animal desde la ficción: el mundo real, las problemáticas actuales, son otro cantar. El Nobel no se moja. Se justifica él mismo más adelante: "Trabajo en ficción porque permite dar matices emocionales a una cuestión: eso no puede hacerse mediante el método discursivo".
La gente no quiere que se le recuerde cómo llega a su plato la comida: porque, cuando cortas la garganta de un animal, la sangre es pegajosa y desagradable, atrae a las moscas…
“La gente no quiere que se le recuerde cómo llega a su plato la comida: porque, cuando cortas la garganta de un animal, la sangre es pegajosa y desagradable, atrae a las moscas…”, describe, sin pudor. Explica que en la Edad Media y en la Moderna, las autoridades civiles decretaron que la matanza de animales no se haría en espacios públicos porque consideraban “el jaleo” que se organizaba “una molestia obscena”. Un eufemismo como otro para alejarnos de nuestra propia vergüenza. “Los niños deberían ir al matadero igual que van al museo”, sostiene. “Esa visita podría hacer mucho para sacudir sus almas”.
El pacto macabro
Relata el asesinato de una cabra: el tajo en la garganta, el cuerpo que convulsiona, de nuevo la sangre viva. Después, el extraer las vísceras, el rajar el abdomen, el colgar al animal de la vara adecuada para despellejarlo, el partirlo en dos mitades y llevarlo al mercado junto a la cabeza, “con los ojos aún abiertos pero vidriosos”: “En los días buenos, esos restos físicos llegarán a venderse por cinco dólares estadounidenses. Después serán trasladados al hogar del hombre que los compre. Se comerán su cuerpo y la cabeza la cocinarán aparte, en una gran olla”. Se sorprende Coetzee de que la bestia no intente escapar de los brazos de su amo -señala que el hombre condena al animal a la “ignorancia absoluta” durante su breve vida para amansarlo, para atontarlo frente a la muerte y que nunca le suene la “alarma”- y de que el hombre sea capaz de matar a una cabra “que conoce desde que nació” sin ningún tipo de conflicto mental.
El derecho a la vida, por ejemplo, no se les otorga a los animales en ninguna comunidad occidental
Habla de un pacto macabro. El hombre promete proteger a la cabra -es el ejemplo a partir del que llega a todos los animales- de sus principales enemigos de la naturaleza, “leones y chacales”; pero el cambio es demencial: ahora le pertenece su vida. “Si yo fuera una cabra”, esboza, “preferiría jugármela con los leones y los chacales”. El ambiente se llena de cerdos muertos, de pollos machos reducidos a pasta porque no encajan en el plan de negocios -a las gallinas, directamente, se las explota por su capacidad de incubar huevos-. Coetzee dice, con aplomo, que los animales no tienen derechos; no si no se les atribuyen: “El derecho a la vida, por ejemplo, no se les otorga en ninguna comunidad occidental”. Señala también que las personas que se preocupan por el bienestar de los animales acaban, indefectiblemente, “enfrentados a la cultura y a la religión”.
Pero, con todo, -y de nuevo hablando mediante su Elisabeth-, acaba por establecer que “ser animal ni siquiera es una categoría”: “¿Qué tienen en común todos salvo no ser humanos? ¿Qué tienen que ver el saltamontes y el lobo?”. Entonces plantea la cuestión que hace que todo el público -sus individuos, uno a uno- se contemple desde fuera por un segundo: “¿No me parezco más, al lobo, yo mismo?”.
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