Berlanga ya había desplegado todo su equipo por el pueblo. Chencho Esteban, un joven apuesto y delgado, tenía 17 años, el pelo moreno y repeinado y una azada con la que salía temprano al campo a trabajar. Aquella mañana se le acercaron unos hombres de la organización del rodaje. “Vinieron y me dijeron: ‘¿Quieres trabajar en la película?’ Y yo: ¡Hombre, claro!”.
Pasó de ganar 2 pesetas por recoger patatas a cobrar 25 al día durante los tres meses siguientes participando como extra. Tuvo su momento de gloria como muchos otros del pueblo con una escena que ha quedado, como el resto del largometraje, para la historia del cine español. Los habitantes del pueblo hacen cola y piden al alcalde lo que quieren que les traigan de los americanos, como si de la lista de los reyes magos se tratase. Ahí aparece un jovencísimo Chencho pidiendo una bicicleta.
La aldea se convirtió en un trasiego de cámaras, de actores y de decorados, de griterío. Hasta entonces, todos vivían de los campos que cultivaban y de las reses que criaban. El cambio fue excepcional, y el ritmo del pueblo se aceleró en una espiral vertiginosa que se vivió con gran exaltación. “¡Menudo baile que se armaba cada día allí!”, exclama Chencho.
64 años después, Chencho Esteban, María Revilla, Pilar Baeza y Pedro Marco se reúnen en la misma plaza del Ayuntamiento en la que Berlanga les grababa. Guadalix de la Sierra es un pueblo de 6.000 habitantes cuya economía reflotó hace años debido al boom del ladrillo.
Sin embargo, tampoco ellos pudieron eludir el golpe de la burbuja inmobiliaria. Ahora, el pueblo sobrevive gracias a las ayudas económicas del Programa Prisma de la Comunidad de Madrid, un conjunto de ayudas para las poblaciones rurales más pequeñas. Quedan algunas casas viejas, cuyos muros devorados por el tiempo remiten al aroma de la aldea castiza del largometraje, pero poco permanece intacto de aquellos días.
Tan solo el edificio del consistorio se mantiene en pie, si bien con un barniz diferente y renovado. Por entre las calles de su infancia, los recuerdos de los cuatro brotan a cada paso. “Ahí, fue ahí donde construyeron una iglesia nueva, más cerca del Ayuntamiento porque querían sacarla en el mismo plano. Y pusieron un pozo en el medio de la plaza. Todo de decorado”, explica Pedro.
Asomado a la barandilla de hierro del balcón del Ayuntamiento, un Pepe Isbert congelado en bronce clama hacia la plaza con la mano levantada. La escena captura el célebre discurso de la película –“como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación”-, cuyo recuerdo los tres ancianos mantienen fresco. Es uno de los actores que recuerdan con más cariño. “Pepe era un tipo muy amable, muy amable. Se sentaba con nosotros, con la gente, a hablar en la calle. Lolita Sevilla era también muy simpática, muy buena chica. Era como si fuesen uno más en el pueblo. Nos trataron a todos muy bien”, recuerda Chencho.
Han pasado 62 años desde que Berlanga rodara la visita de los americanos de “Bienvenido, Mister Marshall” y el tiempo puede cambiar las cosas, pero algunas no las logra borrar. Lo decía el actor Manolo Morán desde el balcón del Ayuntamiento de Villar del Río: “Y yo que he estado en América, amigos míos, que conozco esas mentalidades nobles pero infantiles, os digo que España se conoce en América a través de Andalucía”.
Kepa Sojo no solo es profesor de Historia del Cine en la Universidad del País Vasco, director de cine y guionista. Es además un auténtico experto en Berlanga. Ha escrito el libro Americanos os recibimos con alegría. Una aproximación a Bienvenido Mister Marshall.
El director, a su juicio, fue un “visionario”. Su obra sigue vigente y es perfectamente extrapolable a la actualidad. “En el fondo, no hemos cambiado tanto”, afirma, y reflexiona sobre el valor de la visita del mandatario estadounidense como un símbolo, ya no de “aperturismo” como lo era en la película, pero sí tiene una carga importante de afianzar lazos con la primera potencia en lo político y en lo económico. Venía a ser, más o menos, lo que iba a tener lugar en la película, aunque nunca llegasen los americanos.
Americanos, llegan a España guapos y sanos, cantaba Lolita Sevilla. Esta vez, no hará falta que Sevilla se disfrace de Sevilla, tal y como hizo Guadalix de la Sierra, porque Obama no pisará la capital hispalense.
Aunque en su día la ficción de Berlanga puso de manifiesto el aislamiento de España en los primeros años de la dictadura franquista, la película proporcionó a las 300 familias que vivían a la orilla del río Guadalix un recuerdo imborrable. Allí, en su pequeño universo rural, la visita del mandatario estadounidense pasa inadvertida. Para ellos, los americanos solo vinieron una vez, y fue hace más de 60 años.
Berlanga y el amor
María saca un sobre y lo posa con mimo sobre la mesa. De él extrae despacio tres fotografías antiguas y polvorientas. Las observa fijamente, por encima de las gafas. Entonces, la barrera del tiempo se rompe y María se cita a sí misma cara a cara con el pasado. La edad pasa factura y las fotografías lo evidencian, pero María vive cada día, una y otra vez, todo lo que ocurrió en Guadalix de la Sierra en el otoño del año 52, cuando dio la bienvenida a un Berlanga casi tan novel como ella. Él les iba a convertir, por unos meses, en actores de cine.
-Mira, esta soy yo, la del centro, con el vestido –señala-.
-Guapa y joven, ¿eh?
-¡Y tanto! ¡Solo tenía 19 años!
Fueron días inolvidables en Guadalix de la Sierra. También fugaces. En apenas tres meses, entre septiembre y noviembre, el rodaje inundó de ilusión el interior de las casas. Igual que en la película, en la que Villar del Río se preparaba con ilusión y jolgorio para la llegada de los americanos y de sus supuestos obsequios, el pueblo madrileño se vistió con sus mejores galas para recibir el rodaje de la película de Berlanga.
En aquellos tres meses hubo tiempo para muchas cosas. Berlanga pudo degustar las chuletas de cordero de la región. Los miembros del rodaje comprobaron la mágica y hermosa sencillez de sus gentes, de las mujeres tomando el sol, de los carros de bueyes y de vacas. Y a otros, como a la propia María, también les dio tiempo a enamorarse. Cuando se arranca a contarlo enmudece, pero al final se resigna y comienza a hablar.
No puede evitarlo. Aunque fueron días felices, los recuerda ahora con la tristeza clavada en la mirada. La película comenzaba a grabarse, cuando un conocido joven de Guadalix volvió al pueblo de hacer la mili. Entre las cámaras y los decorados, entre escena y escena, el roce fue haciendo el cariño. Se enamoraron como se enamoran los jóvenes de 17 años, rápido y despacio al mismo tiempo, y terminaron casándose. Sin embargo, como los americanos, aquel hombre se marchó a los tres años sin previo aviso. María ha seguido con su vida, pero a veces el pasado resurge en su memoria y la nostalgia se apodera de sus ojos.
El estreno
El día 4 de abril de 1953, Chencho y María fueron al cine por primera vez en su vida. Era un día especial en la sala Callao de Madrid. Asistían a la función de estreno. Acompañados de otros vecinos, recorrieron los 49 kilómetros que separan Guadalix de la Sierra, su pueblo natal, y Madrid, la gran ciudad. Era como ir a la luna, pero la ocasión lo merecía. Acudían al estreno de la película que ellos mismos habían protagonizado. Iban a ver Bienvenido Mr. Marshall.
El delirio se apoderó de los habitantes de Guadalix dentro de la sala. Los gritos, los gestos y la emoción les pudieron al verse reflejados. Ellos, unos sencillos granjeros, estaban en una pantalla de cine. “Casi nos echan de allí”, cuenta María, con la mirada brillante y feliz, pero nostálgica, de quien relata con 83 años a sus espaldas. “Claro, casi nos echan, porque más que a la película, estábamos atentos a quien salía en la pantalla.
Decíamos: ¡Mira ese, y mira el otro, y mira aquel!”. Son de los pocos supervivientes que quedan de todo aquello, de aquel rodaje que dibujó la supuesta llegada de los americanos a un pueblecito al norte de Madrid. “Me acuerdo de más cosas de todo aquello que de lo que hice ayer por la mañana”, asegura Chencho. Aquellos fueron tres meses de ajetreo, de locura colectiva que desde entonces, permanecen perennes e intactos en su memoria.
Aquel estado de efervescencia no podía durar para siempre. El rodaje terminó, Berlanga se fue del pueblo y con él todo su equipo. Con su ficción, Berlanga logró reflejar la prosaica y agridulce realidad de aquellas caras sucias y sin afeitar que, todas juntas, formaban un mosaico de tristeza cargado con la nostalgia por una época que no acababa de llegar.
Pedro, Chencho, Pilar y María volvieron con resignación a su rutina, al eterno retorno que es el día a día en el campo. Sin embargo, los habitantes de Guadalix quedarían instalados para siempre en el año 1952. Hoy, sus palabras tan solo emiten una nostalgia embriagadora, un recuerdo vivo, que evoca, con la mirada perdida y soñadora aquel otoño. Ellos siguen esperando a Mr. Marshall.
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