Hubo un tiempo en que el futuro era luminoso y perfecto. Un lugar eterno, acogedor y horizontal en el que todo se haría con un mando a distancia. La vida sería sencilla, no habría lunes por la mañana y la tecnología, como profetizó Arthur C. Clarke en Perfiles del futuro, sería indistinguible de la magia.
Quién sabe a dónde habrá ido a parar ese lugar. A medida que nos íbamos acercando a él nos tropezábamos con avances tan sorprendentes y provechosos que nos obligaban a sacar la cabeza por la ventanilla y frotarnos los ojos antes de mirar, pero también con disparates que se iban sumando a las gilipolleces de toda la vida, hasta que un buen día entendimos que el futuro no iba a diferir demasiado del presente desnivelado de siempre. Y ello a pesar de la advertencia de E.E. Cummings: “Nada retrocede tanto como el progreso”. Debimos haberle hecho caso.
Un buen día entendimos que el futuro no iba a diferir demasiado del presente desnivelado de siempre
Por el camino, mientras corríamos hipnotizados hacia un horizonte en fuga, nos fuimos armando con toda clase de adelantos que han mejorado nuestra comunicación, nuestro ocio e incluso nuestro acceso a la cultura. Sin embargo, eso no significa que estuviesen libres de peajes. La forma en que Steve Cutts ilustra, por ejemplo, la sórdida sumisión a las nuevas tecnologías en el videoclip de Are You Lost In The World Like Me?, el último single de Moby, es para rebobinar la cinta y volver a empezar a partir de los noventa.
Formas de perder el tiempo
No obstante, no hace falta ponerse tan melodramáticos. El progreso constituye a veces un atraso hasta en los asuntos más irrelevantes. Hace unos días, de hecho, me llamaba la atención la última extravagancia de Sony en el ámbito de la inteligencia artificial. Su Laboratorio de Ciencias de la Computación, ubicado en París, está desarrollando un sistema denominado Flow Machines que será capaz de crear canciones nuevas a partir de una base de datos de trece mil obras originales. Por si no había suficientes formas de perder el tiempo.
El usuario elige una serie de temas a partir de los cuales el software extrae diferentes elementos de referencia y, al combinarlos, forma con ellos una canción totalmente nueva
No es difícil imaginarse la escena. Llegas a casa después de un día agotador, abres una lata de cerveza barata, te desparramas sobre una butaca frente al ordenador y piensas: “Hoy me apetece componer algo de música”. Y poco a poco va comenzando la alquimia. Doscientos gramos de With or Without You, medio litro de Let It Be, una pizca de Starway to Heaven y un chorrito de Highway to Hell. El usuario elige una serie de temas a partir de los cuales el software extrae diferentes elementos de referencia y, al combinarlos, forma con ellos una canción totalmente nueva pero inspirada en las originales seleccionadas. El “hágaselo usted mismo” de la creación musical. Y se acabó esa bobada de dejar la composición en manos del talento.
Las dudas sobre la propiedad intelectual que se plantean son enormes, claro. Sony planea publicar el primer disco compuesto por la inteligencia artificial en 2017 y ya se han formulado los primeros dilemas legales sobre quién debe ser considerado el autor de las canciones. Sin embargo, lo realmente preocupante no es eso. Lo aterrador es que no está lejos el día en que a todo hijo de vecino le dé por publicar su propio álbum. En que cualquiera con un ordenador será capaz de inundar tu casa, tu coche o tus redes sociales con sus propias canciones. Y podría ser tu cuñado. O el tipo raro ese de recursos humanos. La perfecta fusión entre lo mainstream y lo underground. Entre la radiofórmula y la salita de estar con mesa camilla. No imagino un infierno peor.
Un amigo me comentó que, según las estadísticas de Spotify, en 2015 había escuchado a dos mil setecientos grupos o intérpretes diferentes, y lo dijo con orgullo
Son ideas como ésta las que provocan que uno eche de menos el pasado. Tan tranquilo y calentito, mecido por la fuerza de la costumbre, con sus tiendas de discos, sus bootlegs imposibles y sus inaccesibles rockstars. Hace un par de semanas un amigo me comentó que, según las estadísticas de Spotify, en 2015 había escuchado a dos mil setecientos grupos o intérpretes diferentes. Y lo dijo con orgullo. El pobre no se daba cuenta de que, en realidad, no había escuchado a ninguno.
Animales del hit de siempre
Un artefacto -llámenlo máquina, llámenlo programa- capaz de generar canciones infinitas donde cada uno se cocine su propia banda sonora es sólo otra estupenda forma de engañarnos. La misma farsa de siempre. El mismo guión que en el videoclip de Moby. No lo usaríamos para escuchar nuestra propia música. Lo usaríamos para que la escuchasen todos los demás. Y poder decir que es nuestra.
Porque, al final, cuando reclamamos la atención del DJ en un pub o en una discoteca, todos pedimos las mismas canciones de siempre. Nadie lo llama para decirle “oye, perdona, pincha algo novedoso que me recuerde a otra cosa y al mismo tiempo me sorprenda”. En absoluto. Es el cuarto sábado que vas a ese local y el cuarto sábado que pides Elephant de Tame Impala. Porque últimamente es lo único que te apetece escuchar cuando estás de copas. ¡Y no pasa nada! Te vienes arriba. Es tu canción, como antes lo fue Under Pressure o Friday I’m in Love. Que a partir de 2017 el DJ las pueda combinar con otras diez para inventar una nueva que no se parezca en nada es sólo uno de esos simpáticos retrocesos a los que nos ha conducido el progreso.
Convendrán ustedes conmigo en que con un David Guetta en el planeta es más que suficiente
Seamos honestos. Cuando llegas a casa por la noche después de trabajar, lo que realmente te apetece es prepararte un sándwich miserable, poner uno de tus discos favoritos y tirarte en el sofá. Lo último que quieres es enredar con una máquina que mezcla un montón de canciones antiguas para fabricar otras nuevas irreconocibles que ni te emocionan, ni te dicen nada ni las sabes tararear. Porque para eso ya tenemos a David Guetta. Y convendrán ustedes conmigo en que con un David Guetta en el planeta es más que suficiente. No hace falta que todo el mundo tenga el suyo propio en el salón al alcance de un clic. Y si no, que me traigan el DeLorean.