Top Gun (Tony Scott, 1986) se estrenó cuando yo tenía 10 años. Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) un año más tarde. La primera la vi en el salón de una casa con mi prima, que es tres años mayor que yo, y sus amigas. Si les soy sincera no recuerdo demasiado de qué iba esa primera vez -la he visto unas cuantas veces después-, sólo que cuando a Tom Cruise se le marcaba a camiseta (y con ese apéndice nasal que debería ser catalogado como patrimonio protegido por la UNESCO) yo sentí cosas. Digo cosas como si aún tuviera esa decena de años, como si esto lo fueran a leer mis padres tres décadas y dos hijos después. Maldita sea, Top Gun fue mi despertar sexual. Venga, ya lo he dicho.
A Patrick Swayze y esa maquinaria perfectamente engrasada y con ritmo que tenía por cuerpo lo vi con mis amigas en una enorme sala de cine que hoy es un supermercado, y ese despertar se convirtió en volcán. Los que me conocen saben que no es que haya mantenido esto como un secreto inconfesable. Con los años he aprendido a aceptarme y a dividir el mundo en dos clases: los que han venido a sufrir y los que hemos venido a disfrutar y a no morirnos sin haber intentado al menos una vez la escena del lago entre Johny y Baby.
Y precisamente por pertenecer a esta categoría estoy gozando con el libro de Hadley Freeman (columnista de The Guardian, feminista y colaboradora de Vogue América) The time of my life, porque es un homenaje al cine de los ochenta y ya de paso a los que preferimos en su momento ver un viernes cualquiera La chica de rosa antes que cualquier documental sobre la diáspora judía.
Los que nos sabemos de memoria Notting Hill y aún creemos que iremos al cine con un tipo con gafas de buceo graduadas que acabará siendo el hombre de nuestra vida. A los que escuchamos música comercial e incluimos en la música de nuestra boda a Bisbal y Chenoa como uno de los momentos cumbres de la noche. A los que defendemos con pasión eliminar los prejuicios y compatibilizamos la versión original de una película que apenas verán unos pocos con el Blockbuster y el guilty pleasure. Los de Radio Clásica y Cadena Dial. Créanme, es posible.
Mientras escribo este artículo estoy escuchando el concierto de año nuevo pero he venido al trabajo cantando Ain’t your mama. ¡Herejía! (Que rima con Bulería, bulería y no hagan como que no saben de lo que estoy hablando).
Ayer fui con mi familia a ver ¡Canta!. Que no es una película de dibujos animados más. Es una gozadera para los niños y para mujeres como ésta que escribe. Es la coartada navideña perfecta para reivindicar la música de nuestro iPod, ésa que nos hace bailar dentro y fuera de casa. Como ese CD recopilatorio de lo mejor de los 40 Principales que Papá Noel ha tenido a bien regalarme.
Esa música que nos ponemos mientras planchamos, mientras cocinamos, mientras vamos en el coche y gritamos todos a una esa canción de Bruno Mars que haría palidecer a cualquiera de los permanentemente intensos que sólo sintonizan Radio 3 y jamás han ido a un concierto con más de un centenar de personas como público. Apartaos de mí, existencialistas.
En ese afán de las películas de hoy por agradar a cualquier target (niños, hombres, mujeres o viceversa), uno de los personajes es una cerda con curvas que tiene una profesión, ama de casa, y una penitencia: 25 hijos. También un sueño por cumplir, que es el de ser cantante, y un marido con un trabajo que no se desvela pero que bien podría ser vendedor de seguros.
Sí, es lo que parece, un tipo eternamente cansado y aburrido. Rosita canta por Katy Perry su temazo Firework mientras tiende la ropa y tiene ganas de comerse el mundo. Rosita baila a los Gipsy Kings en el supermercado y hace gansadas con el carro mientras se decide por un aceite del lineal porque tiene ganas de escenario. Rosita acaba cantando sobre unas tablas Shake it off de Taylor Swift disfrazada de Cat Woman, una escena por la que me puse a aplaudir a rabiar en el cine.
Porque yo de mayor quiero ser Rosita. Y quiero seguir defendiendo poner pachanga mientras hago las tareas propias de mi sexo. Quiero contarle a todo el mundo que me fui con una amiga a ver a Jennifer López al Palacio de los Deportes y he sido inmensamente feliz, que cuando mis hijos se acuestan cada viernes dejo puesto un rato Tu cara me suena, porque pienso que quizá algún día alguien me deje subir a un escenario y cantar. Y hacer una coreografía perfectamente milimetrada con un ejército de bailarinas. Y llevar unas plumas. Y triunfar en Las Vegas. Mientras eso sucede, ensayo con mis hijos cada tarde en el salón de casa esperando mi oportunidad. Quién sabe…