Es un micromundo de sosiego y lujo en pleno corazón del bullicioso y vertiginoso Madrid, donde los quejidos de los coches se apagan al contemplar la reluciente armadura del conde duque de Olivares, la celada de Felipe II, un facsímil de la orden de ejecución de María I de Escocia dictada por su prima Isabel I, la relación de los hombres que descubrieron el Nuevo Mundo con Cristóbal Colón, los lienzos de Tiziano, Goya, Rubens, Zurbarán…
Cruzar la puerta principal del Palacio de Liria conlleva realizar un viaje por el pasado, una teletransportación a los tiempos en los que España era Imperio y el Gran Duque de Alba sembraba el pánico con sus Tercios en Flandes, a cuando Francisco Pizarro salió airoso de la conquista de Perú. Las paredes de este complejo palaciego, construido en 1773 por orden de Jacobo Fitz-James Stuart y restaurado casi en su totalidad por las heridas que provocaron las bombas de la Guerra Civil, respiran y desprenden historia de España. Y ese recorrido, desde este jueves, va a estar al alcance de todo el que lo desee, previo pago de 14 euros, el precio de la entrada —las visitas se realizarán en doce turnos de 20 personas al día—.
El Palacio de Liria, actual residencia de los duques de Alba, retira el cartel de propiedad privada y muestra sus tesoros como si se tratase de un museo. Y qué colecciones esconden sus salas: la mejor pinacoteca histórica privada de España y una biblioteca que conserva testimonios y documentos de un valor incalculable, de cartas amarillentas y roídas que se remontan a finales del siglo XV, de los Reyes Católicos, del almirante genovés, de Enrique VII, de Rousseau...
Si bien la obra de arte más icónica en manos de la Fundación Casa de Alba es el retrato de la XIII duquesa de Alba, María del Pilar Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, pintada por el pincel de Francisco de Goya, en la planta baja, en la biblioteca, se erige un archivo histórico de enorme magnitud, con una primera edición de El Quijote plagada de erratas, una biblia del siglo XV con bellísimas ilustraciones, la concesión del escudo de armas a Pizarro a través de una real cédula del emperador Carlos V, etcétera.
Pero hay dos elementos con un valor por encima del resto. El primero no deja de ser un garabato sobre un pergamino doble, pero extraído del cuaderno de a bordo de Cristóbal Colón durante el viaje que le llevó a descubrir América. Se trata de una suerte de mapa realizada por su mano, un dibujo del contorno de una isla, la primera que avistó tras partir de Palos de la Frontera y que bautizó como "La Española", lo que hoy en día es la República Dominicana.
El segundo de esta dupla, no por ello menos importante, sino incluso mayor para el destino de la historia de España, es el último testamento de Fernando el Católico, dictado y firmado con su pulso tembloroso el 22 de enero de 1516, el día antes de su muerte. Era el número 36 que ordenaba redactar —era habitual hacerlo cada vez que se salía de campaña, por si sucedía cualquier desgracia—, uno de los cuatro que se esconden en el Palacio de Liria, y en el que el monarca de Aragón realizó un viraje en sus voluntades y de predilección hacia sus nietos: eligió al futuro Carlos V como su sucesor en detrimento de Fernando de Habsburgo, ambos hijos de Felipe el Hermoso y Juana I de Castilla.
En ese documento que se conserva sorprendentemente bien, Fernando el Católico reconocía a Juana, "nuestra fija primagénita", como heredera universal. Sin embargo, debido a que "todo lo que de ella havemos podido conoscer en nuestra vida, stá muy apartada de entender en governaçión ni regimiento de reinos, ni tiene la dispusición para ello que convernía (...) dexamos e nombramos por governador general de todos los dichos reynos e señorios nuestros al dicho illustrísimo príncipe don Carlos, nuestro muy caro nieto, para que en nonbre de la dicha sereníssima reyna, su madre, los govierne, conserve, rija y administre". En conclusión: Fernando no quería que Juana la Loca gobernase precisamente por eso, por su locura.
Dado que según las leyes de Aragón Carlos era demasiado joven para sentarse en el trono, Fernando nombró de forma provisional en ese mismo testamento a su hijo, el arzobispo Alfonso de Zaragoza, gobernador de Aragón, y al Cardenal Cisneros, de Castilla. Lo curioso del movimiento, como señala el hispanista Geoffrey Parker en su biografía sobre el emperador, es que el joven Fernando "comenzó a emitir órdenes con la firma de El Infante, como lo hacen los reyes con sus súbditos". Pronto le pusieron sobre aviso de las verdaderas intenciones de su abuelo.
Arte de primer nivel
Toda esa historia se desvela al observar un cuaderno en pergamino de quince hojas, con firmas autógrafas y restos de sellos, un documento tan simple como relevante, que llegó a las manos de la Casa de Alba por el parentesco que tenía Fadrique Álvarez de Toledo y Enríquez, II duque, con Fernando el Católico, según explican desde la institución. Simplemente por esto merece la pena un paseo por las estancias del Palacio de Liria, sobre todo por la biblioteca, para contemplar esas tres vitrinas: la de la Biblia, de Colón y de Estuardo.
Es esta sala la joya de la corona del palacio, la única estancia que jamás habían podido pisar los visitantes —hasta ahora se realizaban tours muy contados, cuya lista de espera ascendía a más de dos años—; la última parada de un recorrido que arranca subiendo por la imponente escalera principal, que conduce a un encuentro con la pieza arqueológica de mayor valor, una Afrodita Genetrix del siglo I, rodeada de lienzos de reyes ingleses como Jacobo II.
Luego se van sucediendo los salones y sus tesoros: el Estuardo, con el retrato de la sacrificada monarca escocesa, tatarabuela de Jacobo James Fitz-James, el primer antepasado del duque; el Flamenco, con la copia de Rubens del original de Tiziano de El emperador Carlos V y la emperatriz Isabel de Portugal; el del Gran Duque, con los retratos del hombre que comandó los Tercios; el Español, con obras maestras de Zurbarán, Murillo o El Greco; el Zuloaga, el Italiano, el Goya... una reunión de arte —cuadros, tapices, porcelanas, fotografías, muebles— tan colosal que es imposible de procesar en la hora que dura la visita.