Cuenta el escritor mexicano Alex Espinoza en Cruising. Historia íntima de un pasatiempo radical (Editorial Dos Bigotes) que durante su infancia sólo escuchó esa palabra cada vez que sus hermanos, sus primos y tíos hablaban sobre ir en sus coches low rider a dar una vuelta por Colorado Boulevard, Hacienda Avenue, Whittier Boulevard o “por cualquiera de las calles donde los jóvenes mexicano-estadounidenses se reunían los viernes y los sábados por la noche en San Gabriel Valley”.
Poco después, el niño Alex entendió que lo fundamental no era el destino sino el camino. “En el cruising no importaba a dónde ibas, importaba cómo ibas, qué imagen dabas mientras lo estabas haciendo, en qué coche te subías o qué modelo conducías”. Él observaba cómo sus familiares y colegas se afeitaban y se planchaban las camisas antes de ir de cruising. Se volcaban tarros enteros de perfume, se acicalaban el pelo. La clave era mostrarse. Dejarse ver. Echar un ojo. Pasar por un sitio, una y otra vez. Perseguir y ser perseguidos. Buscar chicas. Entonces el concepto “cruising” aún no tenía la connotación homosexual que tiene hoy.
Espinoza, por su parte, estuvo en el armario durante su infancia y adolescencia y cuenta que tuvo que navegar “por una cultura que fomenta la hipermasculinidad y el patriarcado”, así que aprendió a vivir y a operar en ambos mundos. Explica que es difícil localizar el momento en el que el término empezó a asociarse a los “encuentros sexuales anónimos en la comunidad gay”, pero sí especifica que la palabra tiene su origen en el término latino ‘crux’ (cruz). En The Autobiography of a Thief, Hutchins Hapgood escribía lo siguiente sobre la Inglaterra victoriana: “Eran los días en que cada mujer debía poseer un pañuelo de fina seda; incluso las prostitutas que hacían ‘cruising’ en Bowery los llevaban”. Fue una de las primeras ocasiones en las que la palabra se relaciona con sexo.
La idea, apunta el autor, era poner en contacto a personas dentro de una misma subcultura, es decir, la creación de un código que sólo conociesen los interesados, “similar a las expresiones ‘le brillan los zapatos’, o ‘amigo de Dorothy’ que se usaban desde después de la Segunda Guerra Mundial y utilizadas como señales por los hombres gays”. Era la forma de sobrevivir en un mundo puramente homofóbico, un mundo donde ser gay significaba ser un criminal, “una mancha en la sociedad”.
Historia del cruising
En esta obra, que es a medias diario íntimo y ensayo, Espinoza recorre sin censuras el arte del sexo entre hombres en lugares públicos: arranca, como tantas cosa, en los griegos y los romanos. Cuenta, por ejemplo, que los griegos definían el concepto ‘paiderastia’ (pederastia) como la relación sexual entre un joven y un hombre mayor. “Es importante recalcar que las relaciones del mismo sexo no eran tan toleradas ni estaban tan aceptadas entre los griegos como los académicos llegaron a creer. Dejando a un lado el hecho de que siempre había una diferencia de poder, había incluso reglas sobre los tipos de regalos que se podían dar: el pescado seco y los gallos de pelea eran los equivalentes a las flores y los bombones”.
Cuando las primeras civilizaciones dieron paso a los centros urbanos de las ciudades, los lugares de cruising “se evidenciaron con grafitis que mostraban a hombres buscando a otros hombres”: quien quiera entender, que entienda, pero es fácil leer algunos jeroglíficos egipcios desde la sociedad moderna con una inconfundible interpretación queer. Temas homoeróticos por todas partes, preferiblemente “borrados por sus ‘descubridores’ blancos y heterosexuales”. En la Antigua Roma sí que se establecieron claramente las prácticas modernas del cruising. Ahí los hombres que buscaban marineros en los distritos cercanos al Tíber.
¿Que cómo se identificaban entre ellos? Bien, Juvenal cuenta que la seña consistía en rascarse la cabeza con un dedo. El paraíso, entonces, eran los baños públicos. Más tarde, ya en el Londres del siglo XVIII, hallamos la primera alusión a un “bar gay” (‘molly houses’, es decir, ‘casas de maricas’), esto es, “lugares clandestinos desperdigados por toda la ciudad donde se reunían los hombres para asistir a espectáculos de transformismo, ligar y practicar sexo”. Hubo más, mucho más: el caso Oscar Wilde, los efervescentes años setenta… décadas y décadas hasta poder descansar en el algoritmo de Grindr.
La criminalización del cruising
El problema, subraya el autor, siempre fue la criminalización de estas ubicaciones secretas. Hombres estadounidenses de la posguerra navegando secretamente “por el subrepticio mundo de los encuentros y las gratificaciones sexuales con tacto y destreza, debido al aumento de la homofobia”. Para no ser catalogados como “desviados”. Condenados a la marginalidad, a la sordidez, a los peligros nocturnos. Pero, ¿cuándo entró el cruising en la conciencia colectiva? En el momento en el que George Michael fue arrestado, en 1998; seguido en 2007 por el arresto del senador republicano por Iowa Larry Craig, en los baños de un aeropuerto.
“Mientras que los incidentes fueron tratados como ‘crímenes’ por las autoridades, también consiguieron abrir el debate sobre nuestra manera contradictoria y a veces remilgada de ver el sexo gay”, esboza, y cita a Tom Rasmussen, que analizó el legado y el impacto, casi veinte años después, del caso George Michael. ¿Por qué hacemos lo que hacemos?, se preguntaba. “La cultura del cruising nació tanto por necesidad como por deseo”, lanzó. “Cuando tu identidad está prohibida, hay una necesidad más allá del deseo físico, una necesidad humana de ser quien eres realmente tan solo durante un momento”.
Cruising con 15 años
También el autor se moja y cuenta sus propias experiencias: cómo, con quince años, y bajo su condición de niño homosexual, discapacitado y encerrado en sí mismo, vio parar un coche a su lado. “¿Quieres que te lleve a algún sitio?”. Recuerda el pelo oscuro y largo del conductor, sus pantalones cortos azul claro, cómo olía a espuma y a laca. Fue su primer encuentro sexual, su primer pase hacia ese mundo. Luego vinieron muchos más: podía pasar en cualquier momento y en cualquier lugar; una tarde yendo al cine con su familia o un día caminando por la calle.
“El cruising me dio un propósito. Este acto ‘desviado’ fortaleció la conciencia de mí mismo en relación a mi cuerpo. La cultura de los encuentros secretos, de la intimidad y de la lujuria permitió que la confianza arraigara dentro de mí, suplantando cualquier sentimiento de inseguridad que hubiera desarrollado y con el que había aprendido a vivir”, escribe. Hay más: “El cruising ha facilitado una salida segura a la exploración sexual. Está desprovisto de las dinámicas de poder que infectan las interacciones heterosexuales y existe fuera de las jerarquías tradicionales. El verdadero cruising permite a la gente establecer las condiciones de su deseo y que todos salgan satisfechos. Está basado en la igualdad”.
Con esta obra pretende quitar la idea de que el cruising es remordimiento y autodestrucción, y subraya que ese sexo anónimo ayudó al niño que él era (raro, tímido y con muchos defectos) a encontrarse: “El cruising me ayudó a darme cuenta de que los hombres me necesitaban y me deseaban. Después de algunos encuentros aprendí que mi anatomía era, de hecho, única. Y esta conciencia me dio confianza, una arrogancia que me ayudó a ver el mundo a mi alrededor de otra manera”, lanza.
En el libro llega a defender que el cruising se enfrenta al patriarcado, como ya ha explicado, pero también al capitalismo e incluso a los cánones de belleza. “Gracias al cruising encontré un lugar donde podía exhibir control, enfrentarme a mis demonios y mis propias inseguridades. Porque a nadie en ese mundo le importaba si era o no discapacitado. A nadie le importaba que fuese pobre o débil o un socialmente torpe. Sólo les importaba una cosa. Y aprendí a dejarme ir”.