La escritora y poeta Lara Moreno (Sevilla, 1978) es una de las voces más interesantes de nuestro panorama narrativo. También la leemos en prensa, en una columna punzante en El País, donde igual denuncia que las paredes son para los besos -y no para las hostias de hombres a mujeres- que nos recuerda que seguimos teniendo prejuicios hacia la edad de "ellas", más cuando se van con unos "ellos" más jóvenes. Escribe sobre el deseo. Sobre los cuidados. Sobre la familia. Sabe derribar al lector en frases cortas. Lo sabe. Y derriba. En Piel de lobo (Lumen) hablaba sobre los agujeros negros entre dos hermanas. Sobre la naturalización de la violencia. Sobre los secretos.
Y es un secreto, Moreno, porque al menos a esta periodista le da la sensación de que al final de sus frases algo queda en suspenso, y algo queda en suspense: en la tierra deja certezas y, en el aire, intuiciones terribles. En su poemario Tuve una jaula (Bella Varsovia) escribía “Yo no soy tuya / no soy de nadie / y además / estoy muy viva”. Está bien viva, Lara Moreno, y piensa y escribe y habita los barrios que ya nos expulsan como si fuésemos un órgano mal trasplantado.
De eso va su último libro, Deshabitar (Destino), de su recorrido sentimental, urbanístico y habitacional por un Madrid que es su hogar elegido y también un campo de minas donde la vivienda en algún momento pasó de ser un ¿derecho? -¿de veras lo fue?- a un lujo obsceno. Lo escribe ella misma: "Habitamos el sueño en el que dormimos y el techo que nos separa de la noche. Habitamos la casa y el edificio. Habitamos los paseos y los parques, habitamos los hospitales y las escuelas. Habitamos las ciudades. Somos las ciudades. Deshabitar es despoblar (...)".
Y continúa: "Deshabitamos el sueño en el que dormimos y el techo que nos separa de la noche. Deshabitamos la casa y el edificio. Los paseos y los parques, los hospitales y las escuelas. Y quedará la ciudad desnuda, solo el esqueleto de sus dientes, ansiedad de hierro y nube tóxica, sin nadie que la guarde". Es poesía, otra vez. Poesía exquisita, aquí desde el drama social que nunca se vuelve espeso o panfletario.
Es una mujer que mira al mundo y tamborilea las llaves y cierra las puertas y recoge los bártulos y empieza de nuevo. Mejor: continúa lo empezado. Es una escritora que se va, que a menudo se ha ido, pero que también es capaz de preparar un armario para un largo tiempo -un largo viaje en una casa propia y nueva, un viaje hacia el centro de la costumbre, porque al final nos adherimos, porque a ratos también somos sedentarios-. Es una escritora que sabe desprenderse de lo inútil. En la cabeza y en el espacio. En nuestras minúsculas y carísimas y queridas baldosas que delimitan el hogar.
Charlamos con ella sobre la cuestión del alquiler, sobre la casa compartida con los ¿viejos? amores como obligación precaria, sobre cómo envejecemos con nuestros padres y sin ellos -ya independizados-, sobre feminismo y sobre el cuarto propio de la Woolf, que sabe dios qué es eso, dice Moreno, en medio de una pandemia.
¿Qué cuentan de nosotros las casas en las que hemos vivido?
Guau. Bueno, algunas no cuentan nada y otras muchísimo. La verdad es que fue curioso, porque escribiendo el libro hice una recopilación de todos los sitios donde había estado en Madrid y también fue un buen viaje a la nostalgia. Recuerdas todo. Cómo eras cuando eras otra cosa, la gente que pasaba por tu casa, la gente a la que querías en ese momento, a la que no… luego la verdad es que la última casa en la que viví antes de pasarme al infierno de la hipoteca fue una etapa muy grande porque terminaba una prebendación de alquiler muy larga y me daba miedo lo que venía después. Construirme en un sitio nuevo desde cero. En todas las casas en las que estamos nos vamos dejando piel de serpiente, y, bueno, las miraba con nostalgia, pero cada cosa nueva es una pequeña victoria.
¿En qué momento la vivienda pasa de ser un derecho a ser un lujo?
No sé cuándo pasó, pero estoy segura de que fue desde hace mucho más tiempo del que puedo recordar. Yo hablo de los últimos 15 años, pero sólo hace unos cinco años que empecé a notar que igual yo tenía una visión un poco sesgada, que todo está por encima de las posibilidades de la gran mayoría, casi todo lo razonable. En Barcelona muchísimo antes, claro, pero en Madrid llegó también.
La última crisis de vivienda gorda que tuvimos fue en 2008, con todos los años sucesivos en los que los alquileres empezaron a subir paulatinamente. Toda la gente que se quedó sin casa, a la que desahuciaron, etc. Creo que la vivienda se ha ido convirtiendo en un lujo progresivamente para más gente. Porque antes era un lujo para los de siempre, una tragedia de hace muchísimos años, pero a los que no les había tocado también les empezó a tocar. Así estamos.
Los datos dicen que los jóvenes deberían pagar el 94% de su sueldo si quieren vivir solos de alquiler. Esto me lleva a preguntar: ¿toda esta precariedad nos ha infantilidad? ¿Nos están convirtiendo en becarios eternos, en madres tardías, en viejos adolescentes? ¿Cómo afecta esta situación al transcurso de nuestra vida y a nuestras decisiones más importantes?
Es bastante curiosa esta pregunta. Yo siempre me acuerdo de que cuando hacía la promo de mi última novela, Piel de lobo, hablaba de esa generación que también vivió una transición: esa generación que es la mía, en la que ya tenemos 40 años, no somos jóvenes. Pero ha habido una cosa que nos ha caracterizado y es ese cierto infantilismo que encuentro en muchos aspectos. Quizá porque la situación que habían vivido nuestros padres y abuelos era radicalmente diferente a la nuestra, era mucho más dura por condicionantes históricos y por eso se nos daba como una especie de colchón extraño, aunque también se ha convertido en agujero.
Es cierto que mi generación… bueno, no hemos protagonizado grandes rebeliones ni grandes revueltas, muchas cosas han sido un fraude, como la universidad. Hay algo de verdad en lo de la infantilización, pero con el tema de la maternidad, por ejemplo, es 50% eso y la otra mitad es un individualismo un poco falso también. Es puro libre mercado, que es muy falso, porque no significa solamente que no te lo puedas permitir -en realidad hay un montón de cosas que, en el fondo, te puedes permitir-.
En realidad uno puede irse de su casa y puede independizarse con muchísimo menos dinero del que necesitas para tener una casa. Y se puede formar una familia con muchísimo menos. No creo que sea un condicionante fundamental. Tiene mucho que ver con el mercado y con todo lo que “se supone” que necesitamos, porque vamos adquiriendo un montón de cosas que no son necesarias y no damos pasos importantes en nuestra vida que podríamos dar por motu propio.
Otra cosa es que la precariedad laboral y de sueldos influya en no tener un nivel de vida razonable. Hace diez años fueron nuestros abuelos los que nos acogieron en sus casas cuando estábamos en plena crisis: al final tienes que tirar de los que llevan trabajando mucho tiempo para poder sobrevivir.
¿En qué partido político confías para regular el precio del alquiler?
Bueno, ha habido ya muchos movimientos previos antes de esta última crisis sanitaria, y confío en este Gobierno para ello. Creo que hay mucho trabajo que hacer en ese sentido y hay muchos expertos a los que escuchar: yo me he asomado al problema de la vivienda como ignorante absoluta, y he bebido de la gente que lleva trabajando en esto mucho tiempo. Hay bastantes propuestas sobre la mesa que espero que se recojan.
No sé cuál es la solución. En España somos un libro abierto con respecto a la vivienda, con no repetir la parte anterior a la burbuja inmobiliaria y trabajar en regular lo que se pueda regular. Seguramente mejoraremos. Con la que está cayendo, la verdad es que sí, que confío en el Gobierno.
Pensaba en lo que decía Isaac Rosa en Feliz final: cómo la precariedad atraviesa las relaciones de pareja y lo difícil que es separarse, divorciarse… cómo la situación con la vivienda nos lleva a mantenernos bajo el mismo techo que nuestra pareja sin quererlo.
Igual que todo es política, todo es economía. Algo de eso digo en el libro también, pero a la inversa. Hablo de cuántas veces nos vamos a vivir con nuestra pareja sin que nos apetezca, sólo porque nos sale más barato. Hay muchas cosas que se cruzan: también parece que está todo hecho para que siempre seamos dos. No nos salimos de la línea todavía, y a una persona sola en ciudades como Madrid o Barcelona le es prácticamente imposible mantenerse. Cuento en el libro que hay muchos amigos y amigas que a raíz de una ruptura tuvieron que cambiar radicalmente su vida, volver a compartir piso, como diez años antes, con gente desconocida.
No todo el mundo puede hacerlo, por ejemplo. Yo me he separado dos veces en los últimos años y tengo una hija. No es esto de irte a vivir solo con tus amigos y tus maletas, es que tienes una hija y es más complicado. Hay muchos casos de gente que no se separa porque no tiene dónde caerse muerto. No tiene dónde vivir. Esto es antiguo, de todos modos. Hace no tanto las mujeres no podían separarse porque no tenían recursos. Pero me hace mucha gracia que nos llenemos la boca diciendo que somos libres, cuando no lo somos, para nada, en tantísimas cosas.
¿Cómo convive esta idea de la reducción del espacio y de la imposibilidad de elegir dónde vivir con el cuarto propio del que hablaba Virginia Woolf?
Es curioso, porque cuando conquistas tu escritorio piensas que va a ser para siempre, y no. Cuando me mudé una de las veces con el papá de mi hija, lo que perdí fue el cuarto propio, porque pasó a ser la habitación de la niña. Es algo más profundo de lo que parece. Es un símbolo. Cuando nació mi hija, lo que cambió para mí, aparte de tener menos espacio con respecto al lugar de escritura, fue que necesitaba mucho menos para escribir de lo que pensaba. Mucho menos espacio. Menos tiempo, incluso. Si antes necesitaba aparentemente cinco horas sin que nadie me molestar, ahora con hora y media voy que me mato. Empezamos a gestionar el tiempo de otra manera.
Antes ni de broma podía escribir con gente a mi alrededor y ahora me pongo los cascos y hago lo que puedo. El cuarto propio es un símbolo para nosotras, un símbolo de escritura, y también un símbolo de individualidad de la buena, de poder ser, y ahí todavía tenemos muchísimo trabajo, porque quizá puedo escribir teniendo a mi hija, pero, por ejemplo, se me hace difícil teletrabajar, escribir, cuidar de mi hija y atenderla en sus clases online en medio de una pandemia… ¿qué es el cuarto propio en medio de una pandemia? Ahí ya… (ríe). Hay muchas mujeres que ni siquiera tienen silla propia. Seguimos conquistándolo.
Hablando de feminismo, ¿qué opinión te merece la reyerta que se cuece ahora dentro del movimiento, entre el transinclusivo y el transexcluyente?
Lo vivo con estupor. Me parece que la lucha es inmensa y no se me ocurre quitar a nadie de la fila, no se me ocurre apartar a nadie. Hay tanta gente dejándose el pellejo por esto desde hace tantísimo tiempo, que no lo concibo: la lucha es por la igualdad, sobre todas las cosas, y eso debería abrazarlo todo. La pelea se basa en un montón de supuestos y, una vez más, son supuestos de privilegiadas.
Aquí estamos todas y estamos todos y tenemos que estar todos, las a, las o, las e… me parece que cuando hay un movimiento de las placas tectónicas, se forman grietas, y me da mucho miedo que ésta sea una de ellas. Leo ciertas cosas por ahí que me ponen los pelos de punta. Con respecto a esta lucha que tenemos entre manos, querer apartar del feminismo a las mujeres trans me resulta totalitarista, supremacista y terriblemente oscuro.