Andrzej Wróblewski (1927-1957) protagoniza una de esas historias soterradas en los manuales de la Historia del Arte, que aparecen sin avisar como el eco extraviado del pasado. El suyo es el extraño caso del pintor que sobrevivió a la II Guerra Mundial, el estalinismo, se abrazó a la abstracción y al realismo socialista al tiempo. La vida de un pintor que muere con 29 años y deja tras de sí una de las obras “más difíciles, interesantes y gratificantes que se han creado nunca”. Con apenas una década de trabajo, el artista polaco revienta las categorías y clasificaciones tradicionales del arte después de Auschwitz, bajo la presión del Partido Comunista… “como si la pintura nunca hubiera existido”.
De entre la confusión propia de un mundo que se reconstruye aparece una personalidad ambigua cuyo objetivo es hacer de la pintura el arma más poderosa posible. Empieza con las formas geométricas, rectas y de potente conjunto de colores. Quiere reparar la vulgaridad del mundo obrero, las exigencias de los trabajadores y colgar sus cuadros “en salas comunes o en naves de fábricas, para levantar el ánimo con su luminosidad y contribuir con su colorido a sobrellevar mejor las tareas cotidianas”.
Estaba atrapado en una dualidad que le impedía mirar la abstracción y olvidarse de la figuración (y viceversa). Así nació el pintor de las dos caras
Su ambición utópica no tiene límites: también quiere un mundo mejor muy colorido, sin olvidar los horrores de la guerra. Está atrapado en una dualidad que le impide mirar la abstracción y olvidarse de la figuración (y viceversa). Así nace el pintor de las dos caras: en el reverso las figuras geométricas, de colores yuxtapuestos; en el anverso, los estragos nazis sobre la población polaca. La intención es evocar en el público “la guerra y el imperialismo, la bomba atómica en manos de hombres ineptos” a través de “imágenes desagradables como el olor de un cadáver”, escribe.
No extraña por tanto que la primera vez que expuso una de sus Ejecuciones, su trabajo en serie más crudo, en 1949, un espectador escandalizado, descargó toda su ira contra Ejecución en Poznan y acuchilló la tela. Todavía hoy es un lienzo espectacular. Cinco figuras: una abuela marcada con la estrella de David, un niño muerto de miedo, una mujer que se da la vuelta con los brazos tras la nuca y dos hombres, uno de ellos torso desnudo y descalzo. Tan expresivos como los carteles socialistas en los que no dejó de trabajar.
Entonces Wróblewski renuncia por completo a la abstracción y empieza a dibujar imágenes figurativas en la otra cara de todas las composiciones abstractas que no había reutilizado. Es una iconografía humana de carácter negativo, sin precedentes en la historia del arte, que contrasta con la imagen abstracta positiva. El Jekyll y Hyde de la pintura del siglo XX.
“La abstracción de Wróblewski estaba ya inequívocamente del lado de la muerte, del mismo modo que los nazis habían deshumanizado a sus enemigos -el tema de la serie- a través de la abstracción (en el lenguaje administrativo de los campos de exterminio y concentración, los nombres de los condenados a muerte o a trabajos forzosos se sustituían por números abstractos)”, explica Éric de Chassey, el comisario de la exposición retrospectiva que ahora el Museo Nacional Reina Sofía inaugura en el Palacio Velázquez, del parque del Retiro (Madrid).
Es la primera vez que tenemos noticias del artista en este país y se convertirá en una de las apariciones más extraordinarias del año, como hizo hace un par de temporadas en el Museo Picasso de Málaga la desconocida y abstracta Hilma af Klint (1862-1944).
"Se trata de un artista incómodo que no se adaptó a ningún canon", dice Manuel Borja-Villel, director del museo, que ha organizado la muestra en colaboración con el Museo de Arte Moderno de Varsovia y el apoyo del Instituto Polaco de Cultura de Madrid. Borja-Villel asegura que fue incómodo para el Partido Comunista Polaco, “en el que nunca consiguió integrarse ya que consideraban que no se ajustaba a la línea oficial”. Además, fue denostado por los partidarios de la pintura abstracta, por lo que Wróblewski "no encontró acomodo en su tiempo, lo que acaso, paradójicamente, hace que lo encuentre en el nuestro".
En 1957 murió en soledad mientras practicaba senderismo en los Montes Tatras, al sur de Polonia. Ocho años antes se entregó sin reparos a temas explícitamente políticos y propagandísticos. Sin doble cara. Tomó partido definitivamente en la disyuntiva entre “la modernidad como laboratorio de técnicas artísticas” y “el realismo socialista como arte cognitivo postulado para el futuro”. Tal y como cuenta el comisario, Wróblewski adoptó esta línea absolutamente convencido y no se dedicó a cultivar en secreto una línea particular de carácter experimental. Estaba convencido de que “la pintura realista es la única capaz de ejercer una influencia social” en aquella Polonia.
Todavía le dio tiempo, en su intensa y breve vida, a abandonar las directrices del Partido Comunista para volver a reinventarse y entrar en una nueva producción, con nuevos temas como escenas en sillas, las lápidas, los hombres desgarrados y de piedra y las sombras de Hiroshima. Empezó a ser más vanguardista que nunca. Hoy entendemos su bipolaridad.