Cuando Alberto García-Alix (León, 1956) decidió empezar a escribir sobre sus fotografías, el drama de su blanco y negro se multiplicó. Cuando su voz rota calla, las letras dicen que vive en un río insaciable de vacío, inquietud y angustia. Insiste en descubrirse como un superviviente derrotado y se empeña en disfrazarse con la desidia, con la pereza, con el sacrificio. Si durante la primera mitad de su vida fotográfica se retrató como el rebelde nihilista que no tiene miedo a la muerte, la última ha tratado de presentarse como un “órgano trasplantado” que persigue “la mirada de mi pensamiento”. De un mundo inmediato y testimonial (el de la bacanal de los ochenta) a otro abstracto y autobiográfico (el del ensimismamiento).
“Un cauce donde mis ojos se estiran”, escribe sobre la fotografía, sobre hacerlo con la cámara. Porque no es lo mismo. “Hasta que no cojo la cámara no lo veo”, explica a los periodistas que rodean al fotógrafo mientras trata de definir lo que es Un horizonte falso. Pero es una figura tan abstracta que no queda clara. Quizá no importe cómo lo quiera llamar, ni qué necesitemos saber. Simplemente, es el motivo del que partieron tres años de trabajo.
La angustia de García-Alix no es la muerte, sino dejar de vivir. Pocos trabajos celebran tanto la vida como la rareza humana que insiste en fijar. La inquietud de García-Alix no es desaparecer, sino dejar de ver. Que se lo lleve todo el viento, que las imágenes se esfumen cuando él ya no esté aquí para defenderlas. Como si sus criaturas no pudieran defenderse solas. El festival de la extrañeza y la diversidad, la celebración de lo raro y la normalidad anormal es el motivo de ese horizonte falso que ha reunido en la Tabacalera (Madrid) y la razón que hace de esta muestra un subidón apasionante y grotesco.
Al fin, vivo
“La fotografía me mantiene vivo”, dice. Y dan ganas de escribirlo en mayúsculas. LA FOTOGRAFÍA ME MANTIENE VIVO. Porque para él es un estado de deslumbramiento, una fuga de la muerte. Sentirse curioso, sentirse un rey. Sentir que se adueña de lo que mira y lo convierte en inmortal. Como ese gorrión crucificado sin cruz. Como esa bolsa escrotal. Como el primer plano del rostro de un muerto por dieciocho puñaladas. Como la mujer que muestra su embarazo desnudo y su brazo amputado. Como el retrato de Estrella 20 años después del primer retrato a Estrella, en la misma posición, escondiéndose el pene.
“Mi memoria se ha vuelto líquida. Se mueve en olas por esta arena. Enterrada en ella se ofrece a mis ojos como un gabinete de curiosidades”, escribe. De nuevo, persiguiendo la mirada de su pensamiento, de nuevo convirtiendo sus ojos en cabeza. “Mi cansancio tiembla. Las fuerzas fallan. Me corrompo en lo grotesco de estos días”. Alberto es un hombre de imágenes cosido a cicatrices y chutes, que mira con ironía el paso del tiempo, los recuerdos arrugados y enmarañados. Un proscrito del presente con pecados en el pasado, que aspira a hacer de su cámara una máquina de versos.
¿Por qué un fotógrafo decide perseguir el pensamiento? ¿Por qué ralentizar la mirada? Congelar el instante, esquivar la muerte. Celebrar la fiesta, que en su caso es, fue y será el Carnaval que nos rodea. Cuanto más insiste en llenarlo todo de fracaso y soledad, cuanto más trata de escribir sobre sus ojos autistas, más provoca el efecto contrario. “Sigo dejándome llevar por la capacidad de ensoñación, por la revelación de un instante fugaz”, cuenta de viva voz. También dice que lo que más le cuesta es ponerle palabras a las imágenes, buscarle el sentido. Pero si la foto para García-Alix no es una idea, sino una pulsión, ¿por qué atrofiarla con el laberinto de los falsos horizontes?
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