Está el ARCO de las burbujas y las fresas y el de las cajas de cartón y el descafeinado de máquina. Detrás de la obra de arte más cara de la feria hay pompa y gloria; detrás de la obra de arte más barata -mucho más que los 1.800 euros de los bocetos de Wilfredo Prieto- hay una artista a la que le cuesta llegar a fin de mes, pagar las cuotas mensuales de autónomos y hacer de su oficio un modo de vida. Por 150 euros, una caja de cartón pequeña, abierta, vacía y enmarcada. Es obra de Irma Álvarez Laviada y cuelga de una de las paredes del pasillo donde se exhibe a los “artistas emergentes consolidados”.
Es la neolengua del arte, la manera de llamar a un creador sin pasado ni futuro, para no asustar al mercado (al dinero) con una carrera que no garantiza multiplicar la inversión con los años. Mucho menos en España, donde los coleccionistas ni están ni se les espera. Ni por la generosidad, ni por la pasión. La Fundación Arte y Mecenazgo de La Caixa es la única institución que se dedica a analizar el estado de los inversores y no hay buenas noticias: es un espejismo. “A pesar del camino recorrido, el coleccionismo privado sigue siendo un asunto en buena medida pendiente”. Y en su informe añade que el coleccionista-mecenas, ese que ayuda al artista a producir su obra y al museo a conseguirla -el eslabón necesario entre todas las partes- “sigue siendo una excepción en España”.
Quizá por eso cueste tanto encontrar en el mismo ARCO a los artistas que acuden por primera vez, a los novatos, a los noveles, a los renovadores. No hay señal de nuevas generaciones, no hay señal de sus protectores. El galerista Damián Casado lamenta, precisamente, que esa falta de apoyo ha derivado en la ausencia de los artistas españoles en el mercado internacional. El galerista portugués Pedro Cera advierte que se debe a que somos sur, y sin dinero no hay artistas que lo representen ni los proteja.
Régimen conformista
Y, lo más grave, dice Cera, en España se construyó en los años ochenta y noventa un régimen de adopción creativo viciado gracias a la proliferación indiscriminada de centros de arte. En la culminación de la burbuja cultural española, la política encontró en la inauguración de grandes contenedores de arte contemporáneo un camino barato para llegar al voto de sus ciudadanos. Y la jugada de la inauguración se repitió por todo el país. Pero había que rellenarlos.
Cera dice que no ha conocido caso igual en ningún otro lugar del mundo: en España, un artista local podía desarrollar su carrera con exposiciones sólo para esos museos de arte contemporáneo provinciales. Una generación adicta al interior sin necesidad de exportarse, a punto de extinguirse con el recorte de gasto público e inversión cultural. Javier Hontoria, comisario y responsable de Año 35. Madrid (un proyecto de ARCO vinculado a Madrid y al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte) no es partidario de esta visión tan catastrófica del arte español. “Hay muchos artistas trabajando en el extranjero y no se ha impuesto una localidad a los artistas”, explica.
Cuando Irma Álvarez Laviada llegó al arte, las vacas habían adelgazado y la precariedad bailaba con cualquiera. Es de Gijón, pero trabaja en Madrid desde hace 15 años. Ninguna galería española representa su trabajo. Lo hace con una de Puerto Rico, Agustina Ferreyra. El año pasado vendió lo mínimo como para no tener que buscar otro trabajo además del suyo. Este año puede alimentarse y comer (crear y producir) gracias al apoyo de su pareja, que se encarga del alquiler de la casa.
“Las ayudas que se daban han dejado de existir. Hubo una gestión muy mal entendida. El apoyo a los artistas no debe ser con aportación económica. No es lo más importante. Lo que necesita el artista es ayuda a la exhibición, al seguimiento de su obra y difusión. Pero eso no se hace, porque ese es el proceso que no sale en la foto. Además, durante todos estos años el dinero ha corrido sin control por las instituciones culturales y extranjeras”, explica la artista en referencia a su experiencia en la Academia de España en Roma. “El artista está aislado, la cultura no es rentable y además le ponen la zancadilla”.
Arte "jodido"
Sus cajas abiertas y enmarcadas son una visión a medio camino entre la escultura y la pintura (los creadores de la neolengua lo llaman “pintura expandida”). Desde luego es un trabajo profundamente irónico. Las cajas están llenas de vacío, como los grandes contenedores del arte. “El precio es muy relativo”, dice la artista. La más barata de todas las cajas que forman el políptico se vende a un precio de 150 euros. “Es muy jodido vivir como artista. Primero invertimos en una producción impecable y necesitamos una inversión que no tenemos. Los bancos tampoco te dan crédito”, explica Irma, que este año ha podido dejar de dar clases de Bellas Artes en la Universidad de Teruel y dedicarse a su obra.
Por primera vez, en las Elecciones Generales los principales partidos políticos han hablado de la creación de un estatuto del artista. Muy pocos lo desarrollaban a conciencia en sus promesas. Una de las reivindicaciones de estos trabajadores intermitentes es ponerle fin a las cuotas mensuales de autónomos, dado que sus ingresos no tienen hábito de repetirse mensualmente. Acabar con la precariedad de los artistas no parece demasiado difícil, depende de la voluntad política.
“Dentro del régimen de la Seguridad Social se contemplarán las enfermedades y lesiones provenientes del desempeño de la labor artística y técnica para crear un régimen de baja laboral que respete la especificidad de la situación de estos trabajadores”, se puede leer en las propuestas iniciales de Podemos, el partido que más ha especificado las acciones en este sentido.
Y, claro, el IVA cultural. Cristóbal Montoro modificó el tipo a mitad de legislatura, pero no rebajó el que debían facturar las galerías, sino el de las facturas de los artistas. “Ahora tenemos que facturar nosotros lo que vende el galerista para poder hacerlo al 10%”, reconoce. Hecha la ley, hecho el apaño. Con la medida, los artistas están obligados a ser gestores de su propio trabajo y del galerista.
Irma vuelve con su galerista, sólo por un rato. Agustina prefiere que su artista no se preocupe. Está convencida de que venderá la obra entera, desde la caja minúscula (parece de un medicamento) a la más grande.