Hace años que a los europeos -a los de a pie- la palabra "crisis" se nos gasta en la boca. Desde 2008 hasta se nos disuelve en la lengua, inherente como es ya a nuestra vida, a nuestros breves pánicos cotidianos, a nuestro cinturón estrecho. Hemos visto rescates, suicidios, hogazas de pan duro. Exilio, desempleo, miseria. Nos lo han explicado con números en las tablas y hemos asentido. Pero la cultura del batacazo inminente, de la ruina a punto de caramelo, la empezamos a mamar con naturalidad en una década que nos conformó para siempre: en 1979, Margaret Thatcher es elegida Primera Ministra del Reino Unido; en 1989, se derriba el muro de Berlín. Y, en esa franja, Transiciones. Diez años que trastornaron Europa, una de las propuestas más suculentas de PhotoEspaña y que puede verse en el Círculo de Bellas Artes.
Lo decía Violeta Parra: la vida no es una fiesta. Y aquellos años de aperturismo -con lo bien que suena-, de sector bancario dilatado y de industrialización que se dispararon con la dama de hierro al mando se encargaron de dinamitar el Estado de bienestar. Cesó el enfrentamiento entre las dos superpotencias mundiales, muchas fronteras geográficas, económicas, culturales, políticas, morales y estéticas se abrieron y -aquí sí- el concepto "crisis", en su acepción económica, irrumpió en el vocabulario y la rutina de la gente.
Chris Killip -figura fundamental de la fotografía de posguerra- se centró en retratar a las clases obreras de esa Inglaterra del norte que veían hundirse a la industria que la había creado. Esa niña que baila con su hulla-hop en un descampado cerca del mar -ya pasada la escueta gloria-. Detrás, sillones rotos, latas, escombros. En otra imagen, latas de alubias apiladas en un supermercado, hijas estúpidas de la sobreproducción. Ancianas celebrando las bodas de plata de la reina -sujetando tartas caseras rematadas con coronas de nata- como si la vida les fuese en ello.
Familias que posan hastiadas, como autómatas. Intentos de chicos punk, coches solitarios en carreteras perdidas. Y un joven plegado sobre sí mismo en un muro, apretándose la frente con las manos y cerrando fuerte los ojos. A ninguno de ellos le rozaban los discursos de Margaret Thatcher, también retratada -en 1985, por Chris Steele-Perkins- con sus dientes prominentes de depredadora política y su sempiterno collar de perlas -porque una es dama hasta cuando ataca-.
Arriba Benidorm
Susan Kismaric, curadora del Museo de Arte Moderno de Nueva York, dijo en los noventa -revisando la fotografía inglesa de la década que nos ocupa-: "El peso emblemático de cada imagen representa la incapacidad de los gobernantes para luchar contra la terrible realidad de la Inglaterra post industrial". Martin Parr -fotógrafo británico especialista en documentación social que también participa en la muestra- hizo, de flash en flash, una crónica irrepetible del paso de la economía industrial a la sociedad de servicios.
Parr retrata el hedonismo pringoso, el exhibicionismo, la glotonería popular: como aquella señora calcinada con las diminutas gafitas antirradiación que reparten en los solariums
Del hedonismo pringoso, del exhibicionismo, de la glotonería popular: aquella señora calcinada con las diminutas gafitas antirradiación que reparten en los solariums, aquel joven destrozando con la boca un grueso muslo de pollo, aquellos bañadores demenciales, aquellos tatuajes, aquellas cadenas rematadas en un Cristo que asomaban entre los pelos del pecho masculinos. Aquel mundo excesivo -grotesco, en realidad- que era carne de Benidorm. Parr, animado por el naturalismo, empleó el color para acercarse a la intimidad de los personajes retratados. A la imagen más visceral y humana de sí mismos.
¿Será verdad que el color traduce mejor las cosas cotidianas? Paul Graham y Peter Fraser contestan a esta pregunta en la muestra: el primero, en calidad de documentalista conceptual con su serie La gran carretera del norte; el segundo, como pintor de lo cotidiano: ahí el brazo masculino caído, sus venas locas, sus rosetones. Ahí su Dos cubetas azules, que acabó siendo título de su libro y manifiesto personal. Su "eh, las cosas son así, no hay nada más que rascar".
En 1970, Bernd y Hilla Becher -matrimonio de fotógrafos alemanes- publican Esculturas anónimas, una tipología de construcciones técnicas: ahí retratan una serie de edificios industriales que comienzan a mutar a lo que podría entenderse como el paisaje de una incipiente sociedad de la información. Las construcciones que exhiben ya tienen algo de ruinas. Hablan del fin de una época. Los imitarán -y desarrollarán su estilo-, más tarde, los chicos de "la escuela de Düsseldorf": Candida Höfer, Axel Hütte, Tata Ronkholz y Thomas Ruff, entre otros, con sus prolíficas imágenes de firmas, automóviles y carros de supermercado, elementos tristes y suelos en espacios perirubanos.
Del hombre rojo al azul
El muro de Berlín -su antes, su después- pertenece a Boris Mikhaïlov, el rey ucraniano de la fotografía. Ya desde finales de los años setenta le dio por dibujar al "hombre rojo", es decir, al pueblo que vivía al otro lado del muro, en esa Ucrania que pertenecía a la URSS.
Sin embargo, en Transiciones. Diez años que trastornaron Europa, conocemos al Mikhaïlov austero y sucio que inmortaliza a gente bañándose en los lagos de las zonas industriales: aguas que antes eran apreciadas por su salubridad -¡incluso con virtudes terapéuticas!- pero que ahora ondean negras y enfermas. Y los veraneantes allí, como en un paraíso artificial recién conquistado. De esta serie -Lago salado- pasa a Al crepúsculo, impresa en azul. Aquí registra, con una cámara panorámica de fabricación local, a esa humanidad ruinosa que habitaba las calles de Kharkov, marginada por la transición en los últimos momentos de la era soviética.
Una Europa nueva, una Europa vieja que nos persigue por dentro, que camina por los vasos comunicantes de nuestro ADN. Otra Transición -como si fuera poco la española- que nos configura de algún modo, que nos convierte en deudores eternos de esa clase media abortada en pleno continente. La dama de hierro sonríe, acariciándose las perlas del collar.
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