Con el Barroco el rostro se convierte en un retrato que camina y sufre. El viaje al interior de la verdad se apodera de la pintura cuando Caravaggio llega a Nápoles y hace que los rostros muestren tanto como callan. El pintor hace de la humanidad el salvoconducto para atravesar cualquier tema religioso, retratando a putas y maleantes. “¡Un rostro falso debe ocultar lo que sabe un falso corazón!”, exclama Macbeth (1606) ante su mujer. En esas andaba por las mismas fechas Michelangelo Merisi da Caravaggio, viajando hacia el gesto como fuente de verosimilitud. Aunque fuera mentira.
La cabeza de san Juan en la bandeja que porta Salomé (1607) es una de las cimas de la interpretación naturalista: todo está en calma, el verdugo no agarra la cabeza del Bautista por los pelos. No se trata de mostrar el horror, sino de tomar conciencia de él. Caravaggio convirtió a sus personajes en actores cuya razón de existir era existir ante la cámara. Y ninguno de sus excesos interpretativos restó credibilidad a sus personajes, actores consagrados por sus pinceles, siempre con la emoción por delante.
La oscuridad da vida a los gestos. El exceso decorativo ha sido derrotado por el exceso emocional. Bienvenidos, es Barroco
Caravaggio deja la escena en los huesos de la penumbra. Sólo el manto rojo de Salomé, los golpes de luz sobre el cuerpo del verdugo y el juego de miradas. Mueve el trío hacia un lado para traicionar la relamida simetría del eje. La oscuridad da vida a los gestos. El exceso decorativo ha sido derrotado por el exceso emocional. Bienvenidos, es Barroco. Esta es una de las razones de la exposición De Caravaggio a Bernini. Obras maestras del Seicento italiano en las colecciones reales, que se inaugura este martes, patrocinada por Fundación Banco Santander, en Patrimonio Nacional (hasta el 16 de octubre).
La muestra es un tratado Barroco, a partir exclusivamente de los fondos de la institución real -con sus luces y sus lagunas-, única institución, en palabras del comisario Gonzalo Redín, en la que pueden encontrarse obras de Velázquez, Ribera, Bernini y Caravaggio. También es una de las pocas ocasiones en las que recorrer el siglo XVII mano a mano, partiendo de la que Cristo le tiende a san Andrés, en el inmenso lienzo (1588) de Federico Barocci.
Todo en las manos
Si en el Barroco los rostros sufren, las manos llevan la voz cantante y es gracias a ellas que escuchamos lo que los personajes hablan. En las manos está el discurso del actor, como en la que sujeta la bandeja. La mano derecha de Salomé asoma de entre la oscuridad y el manto, con un golpe de luz mucho más atrevido que las de la santa Catalina (1606) de Guido Reni. Todavía tan artificiales, todavía tan amaneradas que desvelan la incapacidad de sus coetáneos para asumir -aunque lo intentaran- las fórmulas caravaggiescas.
Casi veinte años más tarde aparece un Reni mucho menos remilgado, tirando del caballo a Saulo en plena Conversión, durante su camino a Damasco. Queda deslumbrado por una luz inesperada que lo derriba y le ciega, mientras desde las alturas escucha la voz de Cristo que le reprende su ferocidad con la que se había dedicado a perseguir a los cristianos. La pintura (1621) cierra el recorrido por todo lo grande, junto a una de las escenas más cinematográficas de la muestra: Los siete arcángeles (1620), de Massimo Stranzione.
Y una mano muerta, claro. Gris, entumecida, fría, asoma por la cintura del cadáver de Cristo, en una de las visiones más crudas de su muerte. Charles Le Brun lo pintó en 1645 y no renunció a limpiarle la sangre de la oreja, la nariz y la frente. Una Pietà sin piedad. El tono mortecino de la mano izquierda es similar al del rostro del san Francisco de Asís que recibe los estigmas (1642), pintado por José de Ribera. Las manos orantes contrastan con las serviciales de Jacob, representado junto al rebaño de su tío y suegro Labán como un pastor agudo y previsor. Las uñas siempre sucias y rotas de sus personajes estallan en el san Jerónimo meditando (1635), un mendigo medio desnudo que mira a la calavera que sujeta entre sus manos. Qué se preguntará.
Las manos del Jacob de Velázquez gritan, como lo hace su rostro horrorizado y atónito, ante la desagradable noticia. Los sentimientos se descaran y se convierten en los protagonistas de la narración. El sevillano pinta La túnica de José apenas regresa de su primer viaje a Italia, de ahí las similitudes con La fragua de Vulcano, pareja del otro.
Violencia y exageración
La mano que agarra el libro como un ave rapaz. Es de san Pablo y la pinta Francesco Fracanzano en 1630 tal y como Ribera lo haría, pero sin la roña en las uñas, ni la libertad, ni la expresividad, ni la veracidad del valenciano. Otro que quiere emular sus empastes es Luca Giordano. En la burra a la que atiza el viejo y salvaje Balaam (1665), presenta al personaje con la mano tan enrojecida como su rostro iracundo. La violencia de la escena descubre a un bárbaro que trata de parecerse sin éxito a los desheredados retratados de Ribera.
Entre los atrevimientos iconográficos más llamativos de la muestra -en la que la mitad de las obras no se han visto nunca, según su comisario- llama la atención La lógica (1660) de Andrea Vaccaro: mujer armada de espada y las cuatro llaves que abrirán las puertas de la verdad. Manos grandes, manos fuertes, sostienen el manojo pesado que emerge de entre la oscuridad. No hay atisbo de crispación, a pesar de la tensión.
Las que hace Bernini para crucificar a Cristo (1654), en bronce, tan pulido que parece carne. Montado en la exposición directamente sobre la pared, en un fondo negro, colgado de la nada. Casi un metro y medio, impresiona. Veinte años antes Velázquez pinta el suyo sin tanta necesidad de idealizar la figura del yacente, sin ninguna necesidad de mantenerle con vida. Son sus manos abiertas y clavadas las que se abren resistiéndose a la muerte.
El comisario Gonzalo Redín ha enfrentado a la magistral pintura de Caravaggio -una pirueta compositiva triple mortal- un lienzo de la única artista incluida entre las 71 pinturas, Fede Galizia, que en las mismas fechas firma un Judith con la cabeza de Holofernes... terrible. “Si ambos comparten el gusto por la representación realista de las cosas propio de la tradición lombarda, Caravaggio utiliza este lenguaje para hacer que lo narrado sea algo presente y tangible, mientras que Galizia lo emplea sólo para plasmar fragmentos de una realidad que no está al servicio de lo narrado, y se limita a describir con una minuciosidad irreprochable las calidades de los objetos”, cuenta la especialista Maria Cristina Terzaghi para subrayar el cambio de gusto en este enfrentamiento desigual entre la razón y el corazón.