En cierta ocasión, durante una entrevista con Mercedes Milá, Camilo José Cela desmintió haber interrumpido a un adversario político en el Senado mediante una ventosidad, como se venía rumoreando desde hacía unos años. “Para eso haría falta un elefante, no un gallego”, le explicaba el escritor a la periodista, aclarando de paso que su condición siempre había sido la de “pedorro domiciliario y no pedorro transeúnte”.
El matiz es oportuno. Pocas cosas hay más indecentes que la flatulencia pública. Si los pecados consisten en la trasgresión de un código y la prioridad del gozo particular sobre el bienestar común, no cabe duda de que los pedos en público son pecado. Del propio Cela se cuenta que, tras peerse en un banquete, se giró hacia la dama que se sentaba a su lado y, en voz bien alta, dijo: "No se preocupe, señora. Diremos que he sido yo". Hay pecados que en ningún caso debe uno disimular a la ligera. Por lo que pueda pasar.
El arte siempre se ha adentrado en el terreno del pecado sin restricciones, bien sea para censurarlo, bien sea para alabarlo
Con ocasión del quinto centenario de la muerte de El Bosco, el Museo del Prado ha inaugurado una muestra monográfica dedicada al pintor neerlandés. El único artista que, en mi opinión, se ha atrevido a tratar en su obra el pedo como pecado capital.
Y es que el mundo del arte, que siempre se ha adentrado en el terreno del pecado sin restricciones, bien sea para censurarlo, bien sea para alabarlo, no ha frecuentado todo lo que debiera el hermoso tema del cuesco como defecto de la virtud. Más bien al contrario. La mayoría de manuales y tratados mencionan obras que aluden al flato desde el elogio: alegres representaciones de Crepitum, el dios romano de la flatulencia; tablillas sumerias que ensalzan los vientos de Lugalzagezi, el gran conquistador de Uruk; literatura frívola, como las “Gracias y desgracias del ojo del culo”, de Francisco de Quevedo; incluso el historiador Lucian Rizzo quiso ver en El nacimiento de Venus una oda a la ventosidad, simbolizada por el soplido de Céfiro, dios del viento del oeste. Todo un laberinto apologético que encuentra su excepción en el pincel de Hieronymus Bosch, El Bosco. Concretamente, en una de las escenas del célebre tríptico conocido como El jardín de las delicias.
En su panel derecho, encarnados en la figura de los condenados que expían sus penas, se encuentran representados los siete pecados capitales. Así, el órgano de manivela, el laúd y el arpa, que para Combe son instrumentos bíblicos de alabanza a Dios olvidados en vida por los pecadores, son para Tolnay símbolos sexuales del castigo por el pecado carnal. Los condenados que los hacen sonar simbolizan el hedonismo y, por extensión, la pereza.
Siete pecados capitales disfrazados de herejías alquímicas, representaciones de lo demoníaco y alegorías del pecado carnal
La ira, según Combe y Baldass, se ve reflejajada en el hombre atravesado tras la pelea durante la partida de dados, en la parte inferior izquierda del postigo. Baldass identifica la envidia en el torso desgarrado por los perros. La escena de la parte inferior derecha, en la que un cerdo con velo de monja abusa de un condenado, encarna la lujuria.
El hombre que vomita en la cloaca y la mujer que lo hace junto al río helado representan la gula. La avaricia se personifica en el condenado que defeca monedas de oro y la soberbia en la mujer que es forzada a observarse en un espejo convexo colocado en el culo de un demonio, a los pies del monstruo con cabeza de pájaro y devorador de hombres que Franger, Combe y Tolnay equiparan a Satanás.
Una partitura en el trasero
Pereza, ira, envidia, lujuria, gula, avaricia y soberbia. Siete pecados capitales disfrazados de herejías alquímicas, representaciones de lo demoníaco y alegorías del pecado carnal. Todos ellos simbolizados en el cuadro a través de los actos mediante los que se consuman dichos pecados.
La iconografía que emplea el Bosco en sus obras es extraordinariamente críptica, especialmente en el caso de las representaciones del infierno
De ahí que llame tanto la atención una escena peculiar situada en la parte inferior izquierda del panel, ya que no resulta sencillo interpretarla ni asociarla con alguno de los siete pecados. Sobre los jugadores de backgammon, y aplastado por el laúd gigante, se encuentra un penitente en cuyo trasero El Bosco dibujó una partitura. ¿A qué vicio podría hacer referencia la representación de una persona condenada a pasar la eternidad en el infierno con una canción tatuada en el culo?
“La iconografía que emplea el Bosco en sus obras es extraordinariamente críptica, especialmente en el caso de las representaciones del infierno”, me explica Noelia Silva Santa-Cruz, especialista en arte medieval y profesora de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid.
“La partitura que aparece escrita en las nalgas de la figura humana debe de tener un cierto protagonismo en la simbología de la obra, ya que el hombre que aparece detrás la señala claramente con el dedo para que el espectador se fije en ella. Sin embargo, no me atrevería a aventurar ninguna interpretación, más que la del contexto general de un infierno musical en el que los instrumentos se han transformado en máquinas de tortura para hacer sufrir de las formas más inverosímiles a los condenados”, comenta la profesora, añadiendo que ningún especialista ha dado ninguna interpretación concreta para esta escena.
En mi opinión, la única posibilidad plausible es que el Bosco, con gran sutileza, estuviese aludiendo a la melodía que se produce cuando el ser humano se comporta como un instrumento de viento. Es decir, añade a los siete pecados capitales uno más: el pedo.
Un aroma particular
Respecto a la simbología elegida, conviene explicar que las artes plásticas encuentran en sus propios mimbres un obstáculo que dificulta la reproducción de lo incorpóreo. Pocas cosas hay más etéreas que un cuesco. El resto de conductas pecaminosas son fácilmente representables, pero tratándose el pedo de un gas invisible -salvo desgracia- y ante la imposibilidad de incorporar a la obra su particular aroma, la única forma de pintarlo era haciéndolo sonar.
Y qué mejor manera que eligiendo a uno de los muchos condenados y estampándole una partitura en el culo. La metáfora perfecta. El avaro caga monedas de oro, el lujurioso es acosado sexualmente por un cerdo, la vanidosa se ve obligada a mirarse en las nalgas de un engendro, y el pedorro transeúnte -no olvidemos que solo éste es pecador, y no el domiciliario- expulsa música por el ano.
Al charlar sobre este asunto con el ilustrador Julio César Pérez, conocido como “Amarillo Indio”, descubrí que interpretaba el elemento del culo en un sentido similar a cómo él lo había empleado en sus propias composiciones, es decir, como un componente antagónico de la poesía, de la música reflejada en la imagen del harpa, de la creación artística como deseo de trascendencia:
“El tema de los culos en el mundo de la pintura es algo que me atrae desde hace mucho tiempo -me explicaba Julio con el tono grave que el asunto merece-. Intenté, durante un tiempo, introducir el tema del humor en la pintura. Al final, tuve que dejarlo porque me volvía loco. Una imagen recurrente era la del culo, siempre desprovisto de toda connotación erótica. Por lo menos para mí. En mi caso, y aquí también lo veo de la misma manera, el culo es el elemento ridículo que contrasta con el deseo de trascendencia. Vamos, un recordatorio frente a lo grandioso. Yo diría que habla de la vanidad”.
La conversación se desvió a partir de aquí hacia otros posibles simbolismos, entre ellos el culo entendido como una puerta, de entrada o de salida, así como reflexiones acerca de si el arte, en realidad, se hace con el culo. En cualquier caso, la posibilidad de que la escena fuese una mera referencia a la vanidad, uno de los siete pecados capitales, era una seria amenaza a mi hipótesis sobre el penitente flatulento. Urgía concluir.
Tiene la particularidad esencial de ser la única partitura escrita directamente sobre el culo de un ser humano
Buscando datos que demostrasen mi teoría, las referencias al condenado con las notas musicales grabadas en las nalgas eran exiguas. Joaquín Yarza Luaces, uno de los mayores expertos en El Bosco, lo obvia en El jardín de las delicias (TF Editores, 1998). En el libreto de un disco publicado en 1978 por el grupo Atrium Musicae, su director, Gregorio Paniagua, explica la existencia de esta escena en la cara interna de la tabla derecha del tríptico El jardín de las delicias, y añade: “Este códice inédito que denominaré Codex Glúteo tiene la particularidad esencial de ser la única partitura escrita directamente sobre el culo de un ser humano, que a la vez sirve de facistol o soporte y de pergamino”. Y poco más.
No hay casi nada sobre este tema en las bibliotecas, y desde luego me estaba costando hallar un solo indicio, por pequeño que fuese, que me sirviese para demostrar que El Bosco se imaginaba el infierno como un lugar en el que olía a pedo.
El Bosco equiparó las ventosidades públicas a los pecados capitales
Hasta que, en un golpe de suerte, el trabajo de dos estudiantes de Oklahoma con mucho tiempo libre llamados Amelia y Luke se presentó ante mis ojos en un canal de YouTube. Por fin había encontrado algo que podría probar que El Bosco había querido equiparar las ventosidades públicas a los pecados capitales y condenar a sus responsables a arder en el infierno.
Corría el año 2014. “Luke y yo estábamos observando la pintura de Hieronymus Bosch y descubrimos para nuestro gozo música escrita en la parte posterior de uno de los torturados”, cuenta Amelia en su perfil de Tumblr. La pareja decidió entonces traducir al pentagrama moderno la melodía escrita mediante notación cuadrada en las nalgas del pecador centenario, “suponiendo que la segunda línea estuviera en escala de Do, como era común en los cánticos de la época”.
Al convertir el tetragrama al sistema de notación actual, el resultado fue esclarecedor. En este vídeo pueden escuchar el soniquete que llevaba siglos atrapado en el culo de nuestro pecador:
No me cabe duda alguna de que el Bosco, a través de su ingenio, quiso castigar con el fuego eterno las flatulencias impúdicas. Entre envidiosos, soberbios e iracundos pintó una figura humana con una partitura tatuada en el culo. Una metáfora del pedorro como instrumento de viento que se confirma al escuchar, casi quinientos años después, las notas escritas en sus nalgas. Una melodía que proviene del culo y, seamos serios, suena como el culo. Y algo que proviene del culo y suena como el culo, ¿qué otra cosa podría ser si no, más que un pedo?
Queda demostrado, por lo tanto, que para el Bosco peerse en público es pecado. Así lo plasmó en El jardín de las delicias y, sinceramente, no es una idea descabellada. Al fin y al cabo, y si el infierno consiste en una tortura perpetua, es lógico pensar que allí huela a pedo. Que allí se encuentren todos los pedorros transeúntes, evitando llenar el cielo de gases innobles y comentándose los unos a los otros: “Oye, no entres en el comedor, que hoy hay alubias y Cela ya está terminando”. Más o menos así me lo imagino yo.