La sala está abarrotada. Ladrones, borrachos, vagabundos, glotones, pedigüeños y adúlteros. También pasan por aquí tullidos, indigentes, locos, desheredados y mendigos. Toda la morralla que la burguesía europea quiere erradicar. Las sobras de la sociedad, los márgenes inmorales que claman a favor de la estupidez, la debilidad y las pasiones humanas. No cabe ni un alma. No hay un hueco libre en el Museo del Prado. Para entrar a ver cómo El Bosco ajusta cuentas con todos ellos debe pedir cita con cuatro días de antelación. El espectáculo del pintor moralista más cruel mueve masas.
El marido ha escapado del pelotón. Con cara de vinagre espera a su mujer, que sigue pegada al Tríptico de las tentaciones de san Antonio Abad, una de las joyas más sorprendentes de la exposición. Se agarra en jarras, se le ve fatigado y acalorado, a pesar de las bermudas y las sandalias. Esos calcetines negros que cubren su tibia hasta la rodilla tampoco favorecen la transpiración. Hace seis minutos el matrimonio entró en el pelotón de unas cuarenta personas y lo cruzaron haciéndose camino hasta el borde del cuadro. Una vista privilegiada desde la que admirar el contraste de sus personajes reales y centrales, con los seres locos, ruines, inmundos y vehementes que los rodean.
A los ocho minutos ella abandona el tumulto. Cada deserción en cabeza del grupo hace avanzar unos pasos al resto. El pintor es tan minucioso que hay que pegarse a la tabla. Imposible. El bosque oculta el El Bosco. El Prado dice a este periodista que en los primeros días tras la inauguración han pasado 4.000 personas por las salas de la exposición temporal más promocionada del año. La fila en la calle da la vuelta al museo, las entradas se reparten en turnos para el acceso. Han ampliado horarios y probablemente estemos hablando de un pelotazo de 500.000 visitantes.
Hace dos años Dalí metió en el Museo Reina Sofía 630.000 personas. La del Bosco es una versión intimista de las exposiciones Blockbuster. “Te da apuro quedarte más tiempo delante del cuadro. Es la primera vez que venimos al Prado. Conocíamos al pintor por los libros del arte, pero esto no es igual. Verlo en directo. Es una exposición que requiere mucho tiempo”, me cuenta la mujer, norteamericana, de Austin, antes de volver con su marido para seguir avanzando.
Operación redonda
Un señor vestido de camuflaje y gorra naranja ha cruzado el pelotón que contempla el gran atractivo de la expo: El jardín de las delicias, obra que se puede ver gratuitamente cuando no está en la exposición temporal. Aunque no con menos gente. Ahora hay que pagar por ver la obra, y las otras casi 30 obras atribuidas al maestro flamenco, 16 euros, uno más que los 15 de la entrada general, que El Prado subió dos días antes de abrir la exposición estrella. Es una operación redonda y el museo se juega mucho dinero y todo el prestigio. Pero, ¿realmente ha cambiado tanto su oferta en los últimos seis años como para disparar el precio por entrar de 7 a 15 euros?
El Apocalipsis bulle sobre las cabezas del personal que tengo delante. Epidemia, inmoralidad, es el final del mundo y sólo puedo ver la puntita. El Bosco era un hombre culto, que pintaba seres horripilantes ante un inminente final, y eso nos encanta. Casi tanto como los pecados capitales, que congregan a su alrededor una decena de personas que rodean la mesa para asomarse a la tabla. “A mí me pareció la envidia antes, pero es la insidia”, se dice una señora a otra. “¿Y ésta?”. “La soberbia”. “Y la ira, cómo no, lo de siempre, matando”. En la escena, una pelea con amenaza de espada.
“Los cuadros más importantes están muy concurridos, pero merece la pena. He venido desde Sevilla, así que no me importa tener que pelearme un poco por acercarme un poco más”, cuenta una de las visitantes. Si todavía no han pasado por aquí tráiganse un periscopio y unos prismáticos para atisbar la pasión por confeccionar todo tipo de monstruosidades y tetramorfos. Lo grotesco y antinatural en vivo y en directo.
Tan narrativo, tan incomprensible. “El mensaje es que el pecado es malo”, el guía que habla a sus tres clientes trata de responder a las preguntas de una de ellas. Son abuela, hija y nieta. No son españolas. Alucinan con El Bosco. Quieren saberlo todo, pero no saben que nadie -ni siquiera su guía- puede dar una respuesta definitiva a lo que pasa ahí adentro. Qué es ese grupo de jinetes que cabalgan desnudos sobre la grupa de todo tipos de fieras, en círculo.
Hora punta
Quién quiere perderse a un pintor tan personal, visionario, revolucionario, simbólico, didáctico, alegórico, crítico, ingenioso. En las salas saturadas sólo falta la cinta transportadora que controle la visita. El recorrido no se hace en menos de hora y media y, al salir, uno se encuentra con las escaleras y los bancos repletos de las cuadrillas de jubilados que habían olvidado la ley de la selva. “Aquí no hay hora punta, va a estar saturado continuamente”, explica uno de los bedeles encargados de velar por la integridad de las pinturas. Los cuadros están realmente expuestos. Esto es un acto de confianza.
“Vengo al Prado una vez al año. Soy gallego. Primero he estudiado en casa y ahora vengo a ver las lecciones del maestro. Hay homosexualidad, bisexualidad… Es un pintor que invita al diálogo, a la conversación”, comenta uno de los visitantes. El personal se estira y se retuerce, tratando de no dejar escapar ni uno de los secretos que guardan las tablas. Trato de llegar a la primera fila del Jardín, a los dos o tres minutos, estoy cerca pero aún hay un muro de personas delante que me impiden ver la zona inferior. Saco codos, como si estuviera en el concierto de Paul McCartney, y escucho a un señor -un gigantón holandés- reírse con las ocurrencias del pintor.
David acaba de dejar a su grupo. Hace esto cuatro veces al día como máximo. Dos visitas por la mañana y dos por la tarde. Esto es hablar seis horas al día, 150 euros por grupo. “No hay voz que lo aguante. No van a faltar clientes”, cuenta. Le gustaría estar a solas con las pinturas y sus clientes, pero es impensable. Les pastorea con un micro y auriculares. El Prado pone un límite de 7 personas por grupo. “El Bosco es un pintor que produce una especial empatía con el espectador, pero la atmósfera de la sala, con tanto ruido y gente, no es de recogimiento. Sin los auriculares no me escucharían, porque el grupo no puede agruparse en torno al guía”.
Los grupos de 30 japoneses que recorren los pasillos a la carrera, de una sala a otra de la colección permanente, no acceden a las temporales. No hay tiempo para esperar su turno de acceso, ni pueden dedicar hora y media al Bosco. En la tienda desagua el cauce humano. Hay cuadernos, bolsas, bolsos, fundas para móvil, puzzles, posavasos, postales, carpetas, espejos, gomas de borrar, chapas, plastilina… En merchandising El Prado sigue sin destacar. Todavía lo considera un pecado capital. El Bosco tampoco soportaría toda esta gula idólatra.