Estalló a selfies en los reflejos callejeros mucho antes del reinado de Instagram: Vivian Maier (Nueva York, 1926-2009) quería saber quién era y lo descubría en los charcos de lluvia, en los rotos de los espejos, en el perfil de su sombra por el suelo -despegada de sus pies, como la de Peter Pan-. Esos retratos raros son las migas de pan que dejó de sí misma a la historia. Maier con sus sombreros de alas anchas, con sus camisas masculinas, sus faldas beatas, sus cabellos cortos. Maier, toda impenetrable, como el ojo secreto y caminante de la calle.
No tenía familia. No se sabe nada de ella: nada más que fue niñera cuarenta años y que cobraba muy poco, pero que pedía siempre ponerle un candado a su habitación. Llevaba siempre una cámara colgada del cuello -como un lastre, un amuleto o un amor inevitable- pero nadie le preguntó jamás qué hacía con ese artefacto. Porque a nadie le interesaba. A ratos se escapaba, silenciosa, a enlatar el mundo con su Rolleiflex, con ese sonido que hacen las fundas de las gafas cuando se cierran y amenazan con pillar los dedos.
La América urbana
Capturaba a los mendigos destruidos, a los niños con lágrimas y churretes, a los obreros al solano. También a las niñas monas de raya al lado que posaban con las manos bajo la barbilla en las ventanas de los coches. Ponía en pause a los chicos negros de labios de corazón, a las señoras leyendo el periódico, a las crías que correteaban los museos. Stop a los besos en los portales y a las palomas revolucionadas. El mundo -vulgar o maravilloso- de los otros no eran el suyo: ella sólo se asomaba por unas rendijas. Vivía en la frontera del umbral. Era el escalón que se salta antes de pisar la América urbana: una escena de Nueva York o Chicago, quién sabe en qué tramo de 1950 a 1980.
El mundo -vulgar o maravilloso- de los otros no eran el suyo: ella sólo se asomaba por unas rendijas, vivía en la frontera del umbral
Maier encarnaba la sensibilidad europea de mujer liberal e independiente. Tan autónoma era que casi se hizo invisible: no tenía amigos, no hablaba con nadie. A nadie le constaba que hacía fotos de manera tan secreta y obsesiva. Guardaba celosamente sus negativos -el conjunto de su obra fotográfica asciende a unos 12.000- y la mayoría de ellos quedaron sin revelar.
Maier en carretes sin dueño
Ochenta fotografías inéditas salen ahora a la luz en In Her Own Hands, una muestra comisariada por Anne Morin en la Fundación Foto Colectania. Ahí sus blancos y negros, sus imágenes en color y sus películas en súper8. Sus recuerdos -los flashes de su vida- vieron el mundo cuando John Maloof -en 2007 era un historiador aficionado de 27 años- compró, más por azar que por otra cosa, sus cajas de negativos en uno de esos mercadillos olvidados de Chicago: ahí estaba Maier, en unas cajas viejas. Quién iba a imaginar que trastocaría así la historia de la fotografía.
A día de hoy se ha recuperado ya el 90% de su archivo fotográfico y su obra integra ese renacido interés por el arte de la fotografía callejera. Maier -así, como era ella, tímida Mary Poppins quitándose todas las importancias- ya figura al lado de grandes nombres de la Street Photography como Helen Levitt, Lisette Model, Diane Arbus o Robert Frank. Dicen que vivió en la calle algún tiempo y que murió sola. Que los niños que había cuidado le pagaron las facturas hasta que un día de 2009 se esfumó con todos sus secretos.
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