Se abre el telón y aparece el protagonista de El grito haciendo lo que sabe hacer. Se cierra el telón. Es el guiñol de la Historia del Arte. Anuncia tormenta y drama. Empieza la función. En una esquina del escenario, un viejo barbado con sombrero. No parece contento, masculla algo y lanza aspavientos. No es un abuelo pacífico: “Voy a mi paso. Los hay rápidos, lentos y luego estoy yo. Me han hablado de un tal Antonio López. Pero yo no soy Woody Allen, ¡una película al año! ¡Cómo si no supiéramos que es la misma!”.
Entra Pablo Picasso por la esquina contraria: “Leonardo, ¿qué ocurre?”. “Quieren que termine de una vez La última cena. El prior dice que ya no soporta más mi retraso, que no me van a pagar si no entrego ya”. “¿Y cuál es el problema, por qué no rematas si lo tienes todo?”, pregunta el malagueño, que viste, por supuesto, un jersey a rayas. “No encuentro un modelo para Judas. Como lo oyes: no-lo-encuentro. Y así yo no puedo, ¡cómo quieren que termine La última cena si no veo en la calle a alguien que pueda servirme para el personaje principal de la escena! Que ponga a cualquiera me dicen, como si eso se pudiera hacer”. Leonardo respira, se ha dado cuenta de que hiperventila. Trata de tranquilizarse, mira abajo, lleva sus mallas rosas. Respira profundo, más tranquilo.
“Mira, la verdad, exageras con eso de la fidelidad a la naturaleza. Todos sabemos que el arte no es la realidad, hasta el público sabe que es una mentira. Mírame, haz como yo. Me inspiro en ella, pero si copio un árbol… Veo las cosas de otra manera: una palmera puede convertirse en un caballo”, suelta Picasso a Da Vinci, que lo mira con los ojos como platos y niega con la cabeza. “Para ti es fácil, te has inventado eso que sólo tú puedes ver y hacer. Lo haces rápido y todos te aplauden, aunque no entienden nada. Pero la pintura es una copia de la realidad y a mí me estresa. Y llegan las críticas y las malas palabras y las llamadas al móvil a las tantas. Como el lameculos ese, el Vasari, que sólo besa por donde pasa Miguel Angel, que dice que empiezo muchas y no acabo ninguna”. Hay rencor en las palabras del anciano pintor.
"Todos sabemos que el arte no es la realidad, hasta el público sabe que es una mentira. Mírame, haz como yo. Me inspiro en ella, pero si copio un árbol… Veo las cosas de otra manera: una palmera puede convertirse en un caballo", suelta Picasso a Da Vinci
“A ver, es que te largaste de Florencia dejando plantado a León X, que te tenía cruzado. Recuerda lo que dijo cuando le presentaste el proyecto de la Batalla de Anghiari...”. “Si no te importa, preferiría que no entraras ahí”, Leonardo no quiere recordar, trata de huir de la escena como sea, pero en su marcha se encuentra de golpe con Vincent Van Gogh. “Dijo: “Ay de mí, este no sirve para hacer nada, pues empieza a pensar en el final antes de dar comienzo a la obra”. Acéptalo de una vez y deja de ser tan literal. Deberías salir a pintar al campo, pero para pintar tus sueños y tus emociones. Insistes en reprimirte. Sal del armario de una vez y mira la naturaleza como lo que es, una extensión de tu carácter. Las pinturas nacen del alma”, tras esta frase la escena desborda intensidad y se escuchan los primeros bostezos entre el público infantil de Carnaval. “Como yo, que cuando no tengo rojo, pongo negro”, dice Picasso. A Leonardo se le cruzan los cables y estalla: “¡Terroristas!”. Y se larga.
"Sal del armario de una vez y mira la naturaleza como lo que es, una extensión de tu carácter. Las pinturas nacen del alma"
El vodevil continúa. Asistimos al subconsciente de los museos, en vivo. Debajo de tanta pompa y ceremonia, la Historia del Arte es puro canibalismo y arrogancia desatada. “Está la gente con tu snapchat que arde”, Frida Kahlo entra con Dalí. “Lo importante es que hablen de ti, aunque sea bien”, responde el genio surrealista. “Hombre, pero de ahí a cambiarte el nombre y anunciarlo así, ahora, a estas alturas...” Pablo y Vincent aguardan. Dalí se revuelve: “No me gusta mi nombre, punto. A partir de ahora quiero que me llaméis Michelangelo Merisi da...”. Frida trata de frenarlo en seco: “A ver, Salvador”. “¡He dicho que se acabó! ¡Salvador ha muerto!”. “Mira, no puedes y lo sabes. Ese nombre ya está cogido”, resuelve Picasso.
“Cuando muera, no quiero morir del todo. Y siendo Salvador no podré salir del cementerio nunca. Yo soy un pintor de verdad. Sólo yo sé pintar en medio de un desierto una escena extraordinaria. Yo sí puedo pintar pacientemente una pera rodeado de los tumultos de la Historia. Yo...” Frida corta en seco el subidón onanista del amante de Gala: “Tú eres tu mejor decepción, Salvador. ¿Por qué crees que pinto autorretratos?”. Abajo el telón. Aparece, de nuevo, el protagonista de El grito. Haciendo lo único que sabe hacer.