Hace años, Pablo Wendel, estudiante alemán de 26 años, se coló en la tumba de los 2.000 guerreros de terracota en el mausoleo del emperador Qinshihuang, en la ciudad de Xian, vestido como uno de ellos. En las fotos de la noticia aparece disfrazado tal cual, bromeando con tres policías chinos. Logró saltar el cordón y se colocó junto al resto, era un soldado más, tan hierático como ellos. Cuando descubrieron que aquella estatua estaba viva entraron y lo apartaron. Wendel declaró: “Siempre he soñado con disfrazarme de guerrero de terracota entre los reales”. Por unos instantes, Wendel fue de verdad. Creyó tener la experiencia más real de su vida simulando ser otro.
Hartos de un arte al margen de la vida, reducido a algo que cuelga de la pared o se contempla desde la distancia con barrera, necesitamos formar parte de algo. Creer en algo. El arte es un asunto exclusivo que el souvenir populariza, troceándolo y multiplicándolo. El souvenir vende el arte hecho cachitos: la barbilla del David de Miguel Ángel, sus ojos… Pronto llegarán las partes más llamativas de la enorme figura de mármol.
El souvenir -y su lógica económica- ha reemplazado al arte en su promesa de felicidad: se acabó el jolgorio fúnebre y los monumentos conmemorativos a un tiempo desaparecido. Es la hora de la fiesta y la celebración del plástico y la resina. Gracias al souvenir podemos plantar un beso a la estatua más bella de todos los tiempos sin que salten las alarmas. Los morros del David ahora presiden el salón y miran desde el mueble del televisor, junto a varios soldados de terracota de Xian. Arte y vida, por fin, se han reunido.
Por 50 euros, la barbilla de 12 centímetros de alto es tuya. El arte y lo artístico también son marcas cuya única función es la de situarse con ventaja en un mercado repleto de objetos de consumo. “El asombroso diseño es versátil y se adapta a todo tipo de ambiente, para consagrar el arte al espacio: tu espacio”. Boom. El argumento de venta de la pieza en la web del museo dispara sobre el corazoncito del consumidor.
La pieza de mármol de más de cinco metros de altura estuvo más de tres siglos a la intemperie, en la Plaza de la Signoria, hasta 1873, cuando pasó al interior de la Galería de la Academia. Buonarrotti, pintor y escultor de cuna noble, tenía 26 años cuando agarró el cincel para extraer la escultura del bloque, y había entregado en Roma su primera obra maestra, La piedad. El David que se encara a Goliat antes de derrotarlo -en alegoría de la República de Florencia contra los Médici, derrocados- es la cima cero de la historia del arte, de la que nada mejor puede surgir y superar. El progreso artístico termina con él, no había retorno ni evolución posible.
No nos vale con ir a la Galería de la Academia, en Florencia, a ver a David, debemos coleccionarlo y conservarlo cerca. Venerar la última señal de lo que fue el arte que adoró la naturaleza, con un regalo que alaba su destrucción. “El arte es la mentira de la que ya no podemos seguir viviendo, la estafa, la falsa promesa de la belleza”, escribió enfadado Guy Debord. Hemos dejado de creer en la belleza natural porque es bótox. La perfección se ha convertido en una disciplina cirujana, que no hay quien se trague a este lado de la pantalla.