El más mayor de los dos, el de barba blanca, parece emocionado al acercarse al joven, apolíneo, afeitado y casi displicente. Es la criatura más bella del cosmos. Dios, el registrador de la propiedad, está dando la vida a Adán, después de haber creado luz, agua, fuego, tierra, a todos los animales y seres vivos. Está creando un ser a su imagen y semejanza… crearse de nuevo a sí mismo le exalta. Miguel Ángel ha congelado la escena justo en el instante en el que dios va a tocar la punta del dedo de su doble, para hacer de él el primer hombre, la esperanza del futuro, el referente, la regeneración de la Tierra. Pero éste o bien parece tan débil que está a la espera de que el ser supremo le insufle la vida o bien no parece muy contento con el acuerdo, que firma como sin quererlo. Le gustaría ser dios, no un producto de la tierra.
Si enfocamos y nos acercamos más y más, hasta las dos manos a punto de cruzarse, tenemos el misterio de la creación de la vida humana en primer plano y estampada en una bolsa para llevarla a la playa, con el tupper al curro o a la compra. Por encargo del papa Julio II, el divino pintó, entre 1508 y 1512, la bóveda y el testero de la Capilla Sixtina. Esta última parte ilustrada con el Juicio final... El asunto no podía acabar bien. Ese horizonte de vida feliz al que el hombre estaba llamado para siempre se empañó en los mismos orígenes. Ya saben, el pecado original y la expulsión del Paraíso, como si fuera el desenlace de una tercera vuelta de Elecciones Generales.
Siempre nos quedará el recuerdo de lo bueno gracias al souvenir. Si el viaje es un paréntesis en la rutina, si el viaje es un aprendizaje, si el viaje es una experiencia única que no volverá a repetirse, dejemos constancia de ello. Un recuerdo. El souvenir es la materialización barata de la experiencia. Como esas manos que casi se tocan y estaban llamadas a regenerarlo todo y al final acabó en pecado. La regeneración era un souvenir y nos lo llevamos a casa, porque fue un instante bonito mientras duró. Algo para no olvidar.
Por eso menospreciar estas bagatelas de bolsillo que venden en los museos carece de sentido. Como si fuera un objeto marginal o ridículo cuando somos conscientes de su importancia: el recuerdo. En esa bolsa con la obra maestra de Miguel Ángel vemos aquello que queremos recordar y aquello que queremos que recuerden de nuestra identidad, de nosotros. “Yo soy así”, y tú con la bolsa por la calle. Crees en Miguel Ángel, no en Botticelli: prefieres el naturalismo, la verdad, la espontaneidad de sus gestos, sin un estilo sobreactuado y acartonado. No te complace el gesto tieso de los antiguos. La regeneración también está en las formas.
El souvenir es la reliquia secularizada, que se acumula y se colecciona hasta abarrotar el altar de la nostalgia. El souvenir, como recuerdo, es el complemento de la vivencia. Acredita el viaje. Por eso no hay viajero sin objeto, ni viaje sin recuerdo. También es un trofeo, el Santo Grial del turista. Representa una victoria o una conquista, porque tiene la capacidad de resumir y condensar. Todo queda en una imagen: una bolsa de la compra con el icono de Miguel Ángel o una fotografía para la historia política de un país. Todo cabe en un llavero, todo era recuerdo.