Perseo ha muerto. Aquiles ha muerto. Teseo ha muerto. Heracles ha muerto. Han muerto todos y con ellos la épica y la tragedia. No queda ningún héroe, no hay nadie al que admirar. Al menos, fuera del circo de un estadio olímpico, donde los medios de comunicación -nuevos dioses- determinan la gloria de las hazañas de los nuevos falsos héroes. Porque aunque hayan muerto todos, no podemos vivir sin ellos.
En su lugar hay ídolos, falsos dioses -productos de una copia divina- a los que adorar. La relación con ellos es incondicional, con los héroes -por ser humanos adornados con virtudes extraordinarias- la decepción era posible. Los ídolos, además, están al alcance de cualquiera, normalmente está de oferta. Este espejo, a la venta en los Uffizi, no cuesta más de 9 euros. Su parte exterior está adornada por el cuadro más sangriento y uno de los que más ampollas levantaron, la Medusa.
Hemos visto cómo el souvenir utiliza el sarcasmo para retorcer el símbolo sagrado hasta convertirlo en un chiste. Este ídolo de baratija es de los más irónicos de todos: Perseo, hijo de Danae engendrado por Zeus en forma de lluvia dorada. El valeroso joven salió a por la cabeza de la Gorgona, a causa de una promesa hecha al tirano que gobernaba. Perseo contaba con unas sandalias aladas, unas alforjas y el casco de Hades, que lo volvía invisible. Y una hoz bien afilada, con la que cortó la cabeza de Medusa, una de las hermanas Gorgonas.
Perseo sorprendió a Medusa durante el sueño y sin mirarle a la cara, utilizando su escudo de bronce pulido como espejo, decapitó al monstruo y guardó en su zurrón la cabeza, pues, como sabes, tenía el poder de convertir en piedra a todo el que la contemplaba. Así hizo de un peligro un aliado y a su regreso a casa volvió roca al tirano, que había tratado de abusar de su madre.
Las tiendas de los museos se encargan de rebajar el mito, aguar la leyenda y hacer de la obra de arte una bagatela a la que adorar. Los ídolos encarnan deseos de felicidad que abren un paréntesis en los sinsabores de la vida cotidiana. No es lo mismo mirarse a un espejo, que al espejo que acabó decapitando a la Medusa, pintada, en su grito final, por Caravaggio. El arte petrificado por el producto.