Un hombre pinta a una mujer. Hasta aquí, lo normal: las mujeres han sido educadas para ser miradas, no para ser protagonistas. En los manuales de Historia del Arte ellas no pintan hombres, ni tienen permitido ser más que musas. Y como tales, invisibles, objetos. Volvamos a intentarlo: un hombre pinta a una mujer, pintado por una mujer. La autora de este juego de reflejos entre el cuadro y el espectador es Sofonisba Anguissola (1535-1625), que a los 18 años firma una obra soberbia sobre la construcción de la autoría al retratar a su maestro, Bernardino Campi, pintándola. Él ha sacado a la luz su talento como artista, ella lo supera al sorprenderle en pleno acto y se reivindica como pintora soberana.
Ni musa, ni muda, Anguissola fue una mujer “que se saltó las normas de su género y de su condición social para demostrar a todo el continente que una dama virtuosa podía poseer el mismo talento que cualquier hombre, y que ni su género ni su apellido tenían por qué impedirle desarrollar su vocación, aunque las condiciones de su trabajo fueran muy diferentes de las de cualquier colega varón”, explica la escritora, periodista e historiadora del arte Ángeles Caso, que acaba de publicar una historia del arte contra el olvido: Ellas mismas. Autorretratos de pintoras (Libros de la letra azul), un repaso por 80 mujeres artistas invisibles en la Historia del Arte.
Sofonisba, después de permanecer en la corte de España durante 13 años, pintando al rey Felipe II, una y otra vez, a su segunda mujer Isabel de Valois y a la tercera, Ana de Austria, al príncipe don Carlos, etc. la artista desaparece del mapa. Sólo abandonó los pinceles a los 80 años, casi ciega, en su casa de Palermo, donde recibió la visita del pintor Anton van Dyck, que la representó en varias ocasiones, en homenaje a su fama y reconocimiento.
Pasado borrado, futuro por escribir
Y a pesar de todo, su nombre desapareció de las colecciones reales y cuando se inaugura el Museo del Prado, en 1819, sus retratos fueron expuestos como lienzos de los pintores de cámara del rey, Alonso Sánchez Coello y Juan Pantoja de la Cruz. Mujeres para ser miradas, no para mirar. Artistas invisibles, sometidas a la creación de un relato dominado por una historiografía “androcéntrica”. Casi dos siglos después, sigue sin aclararse su autoría en los cuadros que pasaron a ser de hombres. En El Prado hay tres retratos de ella y uno en duda. Aunque quién sabe si ese silencio no le ha arrebatado otras obras. El futuro es de Sofonisba.
“Ojalá Fumiko tenga suerte en el juicio y caiga con un juez sensible, que muestre interés en estos temas”, cuenta la autora de la investigación sobre el caso de la demanda de la pintora japonesa a Antonio de Felipe, “el Warhol español”. Tal y como cuenta la autora nipona a este periódico, la primera parte de la jornada laboral la pasaba en el taller, ejecutando las ideas y órdenes que le encargaba De Felipe. Por la tarde, en su casa, se dedicaba a su trabajo personal otras tantas horas, la pintura abstracta de inspiración en Tàpies. Así durante 20 años hasta que fue despedida, a los pocos meses de tener un contrato que reconocía su labor.
“Las mujeres pintoras han trabajado siempre en condiciones muy difíciles”, subraya Ángeles Caso. Vivieron “apartadas durante mucho tiempo de los mejores centros de enseñanza artística, sometidas a las presiones de una sociedad que nunca las vio con buenos ojos, obligadas a compatibilizar su trabajo con sus deberes como esposas, madres o hijas y a veces, incluso, condenadas a trabajar con peores materiales porque se les pagaba menos que a los hombres”. Dice que todas, hasta las mejores, se desvanecieron sin dejar rastro en la Historia. “La mirada de los historiadores del arte ha sido particularmente miope. Incluso, en algunos casos, misóginamente miope”.
Las mujeres han estado en talleres, trabajando para los maestros, sin reconocerles la autoría, mientras los discípulos crecían y eran reconocidos por su labor. No es verdad que las mujeres no existieron en la historia de la pintura: fueron menos que los hombres, pero más de las que aparecen en el canon. Anuladas en los círculos académicos, vetadas para triunfar y disfrutar de la independencia, salvo si fueran ricas. El resto, tenía que trabajar, atender a las tareas domésticas y pintar los cuadros de su marido o su maestro.