En 1876, Walter tenía diez años y jugaba con sus amigos en el estuario de Forth, Escocia, donde les gustaba competir por ver quién aguantaba más debajo del agua. Por allí pasó unos años antes Julio Verne, autor de Veinte mil leguas de viaje submarino, obra que despertó en Walter su curiosidad por el fondo marino. Pero un día, Walter Holiwson Mackenzie Pritchard fue al teatro a ver a Sarah Bernhardt en el papel de Cleopatra y comprobó que los motivos marinos de uno sus vestidos no se ceñían a lo que él veía bajo el mar. Fue al camerino y se lo dijo a la actriz, que lo contrató en el acto y de ese modo, el chico que quería ser científico acabó diseñando los disfraces y los decorados de la Bernhardt durante doce años. Cuando volvió al mar, pasó a llamarse Zarh H. Pritchard e inauguró nombre y disciplina: la pintura subacuática.
Las primeras obras de Pritchard se perdieron en el incendio que provocó el terremoto de San Francisco en 1906 pero alguna de las que dejó pueden verse hasta el 25 septiembre en el Museo Marítimo de Barcelona, donde tiene lugar la primera retrospectiva mundial de una disciplina que en 2016 cumple 150 años, pues Pritchard fue el primero en sumergirse con un lienzo y traerlo terminado, pero no el primero en retratar el fondo marino. Un ejemplo de hace 42.000 años antes de Cristo está en el Parque Nacional de Kakadu (Australia) donde hay medusas y paisajes rudimentarios pero parecidos a los que hoy traen las cámaras fotográficas desde las profundidades.
Alfonso Cruz, pintor cotizado
En la muestra, hay 44 obras originales de diversos autores, un documental, libros y revistas que explican el origen de un arte que se sitúa en 1865, cuando Eugen von Ransonnet-Villez construyó una campana sumergible con la que se adentró en las aguas de Ceylan para traer bocetos que al llegar a tierra volcaría sobre un lienzo. Sus primeras obras se encuentran en el Museo de Historia Natural de Viena y se convirtieron en un material muy valioso para documentar especies submarinas.
En España vive uno de los máximo exponentes mundiales de la pintura subacuática. Es Alfonso Cruz, pintor de Terrassa que ha pintado las aguas de Kenia, Cabo Verde, Grecia, Malta, Cuba o República Dominicana. “Sólo el silencio y la muerte reinaban en ese campo de catástrofes”, escribió Verne cuando situó el Nautilus en las entrañas del Mediterráneo. A Verne se le han corregido muchos errores y Alfonso Cruz lo contradice también en lo referente a la mudez submarina. “El fondo del mar no es silencioso. Al contrario, tiene sonidos que llegan a aterrar.” Cuenta que enfrentarse a la inmensidad, a una frontera deshabitada ayuda a reflexionar y dispara la imaginación. “Trabajar con un abismo de 4.000 metros al lado es como estar en el Everest pero bajo el agua.” Cruz se ha especializado en naufragios. Sus cuadros, muy hermosos, tienen siempre un halo de desasosiego y destrucción. “Mi pintura ha ido cambiando: he ido imitando ese proceso de desintegración que hace el mar sobre el hierro y la madera.”
No existe el rojo
El otro heredero de Pritchard en el siglo XXI es André Laban. Quien fuera ingeniero químico durante veinte años a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, prefiere el Mediterráneo porque lo suyo no son los naufragios, sino el mar tranquilo, cambiante pero calmado. “El submarinismo nos abrió los ojos”, cuenta el hombre con el pincel siempre impregnado de azul. Sus cuadros, intensos, saturados pero borrosos, contrastan con el primero que se conserva de Ransonnet, un calco de la realidad, una fotografía, demasiado nítida para ser verdad. Porque, ¿cómo se ven las cosas allá abajo?
El mar limita la paleta de colores: a cinco metros de profundidad no existe el rojo, a quince, se desvanece el naranja y a más de treinta, no se ve el amarillo
La ciencia, compañera ineludible de todos los que bajaron y bajan a las profundidades para captarlas, dice que a cinco metros de profundidad no existe el rojo. Que a quince, se desvanece el naranja y que a más de treinta, no se ve el amarillo. Una sala en el Museo Marítimo de Barcelona permite comprobarlo. La sensación es estar viendo el mundo de otro modo. Es totalmente distinto. Imposible imaginar el sol.
Pero el mar no sólo limita la paleta de colores. Mirar un pez o un coral a medio metro de distancia, es como intentar ver algo en tierra a 800 metros. No sólo se pierde nitidez, los demás sentidos también se alteran. El sonido, por ejemplo, viaja más rápido, casi tres veces más deprisa que por el aire, y según un estudio del Museo Smithsonian de Ciencias Naturales sobre la evolución del oído de las ballenas en comparación con otros mamíferos, los humanos no pueden distinguir de donde viene un sonido bajo el mar porque los huesos del oído no vibran por separado, vibra el cráneo entero. La confusión que eso produce se une a los efectos de la ingravidez, que además de generar un mayor cansancio físico, varía el ángulo de visión.
El Tritón, como apodó a Zarh Pritchard un crítico de arte estadounidense, lo describió así: “Es como un mundo onírico en el que todo está envuelto de un suave brillo. Alcanzar el fondo es como descansar en un pedazo de planeta lejano y en descomposición.”
Cuadros bien pagados
A medida que se fue desarrollando el submarinismo, las pintores subacuáticos fueron variando su estilo. De documentar el fondo, pasaron a dar testimonio de sus emociones bajo el agua. En 1874, se contagiaron del impresionismo y por eso muchas de los bocetos que se traían del fondo del mar se convertían en cuadros puntillistas y llenos de colores que bajo el mar no existían. Los medios también se fueron sofisticando: había que poder pintar sin maltratar el medio. Papel impermeabilizado con aceite de linaza, cuero hervido en aceite o imprimación de pintura con clorocaucho son los soportes sobre los que trabajan los artistas de hoy, que emplean pinturas no contaminantes como óleo y ceras grasas.
Conforme avanzó el submarinismo, los pintores subacuáticos fueron variando su estilo, en el siglo XIX se contagiaron del impresionismo y pintar bajo el mar se volvió una disciplina puntillista
Precisamente fueron las peculiaridades técnicas las que provocaron multitud de preguntas en la primera exposición que celebró André Labán en la Gallery Row de Los Angeles apadrinado por Jacques Cousteau. Eran los años setenta y congregó a todo Hollywood. Los asistentes preguntaron de todo: ¿cómo se hace? ¿qué se utiliza? ¿es peligroso? “Lo que no preguntaba nadie era ¿cuánto?”, dice Laban en un vídeo de la época que recupera el Museo Marítimo de Barcelona. Aún así, llegó a vender algunas obras a buen precio y Alfonso Cruz confiesa que alguno de sus trabajos han alcanzado los 12.000 euros.
Zahr vivió bien gracias a su cuadros, que hoy alcanzan los 20.000 dólares en las subastas. Pero a pesar de haber vivido rodeado de artistas, gente rica y nobles (fue amigo de Narii Salmon, hermano de Johanna Marau Taʻaroa, última reina de Tahití) murió en la más absoluta de las miserias. En su última etapa, como le pasaría a sus sucesores, no tenía ya la intención de documentar el fondo marino. “No soy artista. Soy un naturalista que se convirtió en pintor”, recoge Thomas Burguess en su biografía sobre Pritchard pero lo cierto es que de las aguas profundas de California, Tahití, Japón, Filipinas o Bermudas lo que emergió fue un creador.