Los últimos 25 años de su vida padeció artritis reumatoide. Alrededor de 1892, cuando Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) tenía 50, la enfermedad se hizo evidente y tuvo que inventar caballetes con poleas y pinceles atados a sus dedos deformados para continuar con su vida como pintor (enfermo). La naturaleza agresiva de la dolencia le ocasionó la anquilosis del hombro derecho, varios tendones de sus dedos y muñecas se rompieron. La movilidad iba desapareciendo poco a poco de sus manos deformadas. Y a pesar e ello siguió produciendo, y su marchante, Durand Ruel, vendiendo en Europa y en EEUU. De ahí que lo producido a partir de la década de los noventa no se tenga en cuenta para reconocer la aportación del artista a la Historia del Arte.
Antes de la artritis hay que añadir otro golpe dramático en la trayectoria de Renoir: en 1883, se desorienta y su pintura se hace vulnerable. Quiere avanzar y arremete contra lo que ha hecho hasta el momento. No es capaz de mantenerse vinculado al impresionismo, que apenas desarrolló durante una década. Cuestiona todo lo que ha logrado y renuncia a ello. Deja de creer en ese camino paisajista y vibrante y marcha a Italia, en busca de una salida y de la inspiración en los clásicos.
¿Qué le ha pasado? La pintura se le escapa. Aborrece salir al campo a pintar, dogma imperdonable del grupo impresionista. Rechaza el aire libre, siente miedo de la luz. “No tienes tiempo de ocuparte de la composición”, le dice a Vollard. “Además, afuera, uno no ve lo que está haciendo”. Demasiada improvisación. “Había ido hasta el límite del impresionismo y tenía la constatación de que no sabía pintar, ni dibujar”, escribe el propio autor para definir el hoyo en el que se encontraba.
El impresionismo se había agotado, ya no había nada más. Era una vía muerta y no hay mejor metáfora para definir la deriva frustrada en la que ha encallado la dirección artística del Thyssen al insistir, una y otra vez, en una oferta para la que se ha quedado sin recursos. La nueva exposición que se inaugura se titula Intimidad y es la excusa para juntar obra de segunda categoría de Renoir. Es la obra a la que ha podido tener acceso su comisario y director del centro, Guillermo Solana.
Una guerra impresionante
El conjunto reunido en el museo público es de casi 80 piezas, de las cuales más de la mitad entran en el periodo artrítico del protagonista. El resultado es un tropiezo anunciado hace años, cuando Solana supo que su gran competidor, Pablo Jiménez Burillo, director del área de cultura de la Fundación Mapfre, también se apuntaba improvisadamente al carro de Renoir. En el enfrentamiento, Mapfre arrasa al museo financiado con erario público.
Mientras en Barcelona, la Fundación Mapfre exhibe uno de los conjuntos más impecables de la obra del pintor gracias al alquiler de las obras del Museo d'Orsay (incluyendo el préstamo extraordinario del Bal du Moulin de la Galette, su pintura más célebre), en Madrid, el museo Thyssen-Bornemisza ha reunido descartes que su director ha logrado juntar de varios museos norteamericanos, a los que llegaron las ventas de obra menor que Paul Durand-Ruel logró colar a los magnates del otro lado del Atlántico, entusiasmados con el nuevo arte europeo.
De hecho, en la Barnes Foundation de Filadelfia (EEUU) descansa la mejor colección del pintor que fue impresionista por poco tiempo, a pesar de su dilatada trayectoria y de los más de 400 cuadros que firmó. Esta institución no presta sus fondos. El otro gran centro de acogida de obra de Renoir es el Museo d'Orsay, cuya relación con la dirección del Museo Thyssen se descubre estos días.
¿Puede permitirse una institución pública (gestionada por una fundación privada), que ha hecho del impresionismo su bandera (descompuesta), un bloqueo institucional con el museo capital de este movimiento? Empezó con Sisley (2002) y continuaron Gauguin (2004), Van Gogh (2007), Monet (2010), Pissarro (2013), Cézanne (2014) y este mismo año Caillebott, además de otros tantos proyectos que trataron de vender como impresionistas, a pesar de no serlo (Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh, en 2013).
El Frankenstein Renoir
Sin acceso al Renoir de primer orden, el recorrido por la muestra se vuelve un espasmo atrofiado de la propuesta del pintor. Lo que Solana ha montado en el Thyssen es un Frankenstein Renoir, que enseña las vergüenzas más que los aciertos y logra lo nunca visto: aborrecer al homenajeado. Hay que advertir al público que, si decide pagar la entrada por ver la exposición, lo que va a encontrar no es a Renoir, sino su Serie B.
La intimidad no es más que un pegamento sin adherencia, un asidero ridículo, para contrarrestar la contraprogramación de Mapfre. Si ellos tienen la fiesta del Moulin de la Galette, aquí se monta la privacidad.
El propio comisario revela el enfrentamiento institucional en el texto del catálogo, además de exhibir sus hazañas como descubridor de conceptos ignorados: “El hilo conductor de nuestra muestra es un aspecto de la obra de Renoir al no no se ha prestado la atención necesaria. El público identifica al pintor con escenas de diversión colectiva al aire libre como las de la Grenouillère o el Baile en el Moulin de la Galette. Pero la mayor parte de la obra de Renoir está centrada, en realidad, en la vida privada, en figuras de interior y en la búsqueda de un sentimiento de intimidad tanto entre las figuras del cuadro como entre ellas y el espectador”.
Recuerden que el Museo del Prado dedicó a la intimidad de Renoir una exposición hace seis años, con el préstamo de la colección del Sterling and Francine Clark Art Institute. El resultado fue similar a esta del Thyssen.
Por supuesto, la intimidad, tal y como se enseña, no son más que retratos, hechos en interiores, como sucede, claro, en los retratos. Tampoco hay empacho al incluir un capítulo dedicado a paisajes, ¿íntimos? No, vistas de campiñas. La sección más dramática es la denominada “La familia y su entorno”, que podría haber rodado Tod Browning.