“Era un bárbaro tierno y lleno de violencia”. Y cuando planta el caballete en Chatou, en 1906, Maurice de Vlaminck se burla del paisaje impresionista con salvajismo, pinceladas como puñetazos sobre el lienzo, colores irreales cruzados con otros que les hacen chillar. Árboles rojos, la materia sin matizar, pegotes de pintura como pancartas que dicen: “Me permitía todas las audacias contra las convenciones del oficio del pintor. Quería provocar una revolución en las costumbres, en la vida cotidiana, mostrar la naturaleza en libertad, liberarla...” Sí, el arte se ponía hasta arriba de opio, hachís y absenta para hacer de la pintura un animal rabioso e incontrolable.
Montmartre a principios de siglo era la cueva de un grupo de pintores veinteañeros terroristas que durante apenas tres años cargaron contra las correcciones, contra las convenciones, las convicciones, los tabúes, la naturaleza, la realidad, lo relamido. Contra la Academia, lo previsible, la línea, la vergüenza, el confort y el control. Contra la reflexión, contra el consenso, contra la serenidad, contra las garantías, contra las costumbres y la tradición. Contra el clasicismo, el hábito, el método, la pintura, el arte y el artista.
Los fauves, las fieras, han llegado a la Fundación Mapfre con una exposición comisariada por Maite Ocaña, antigua directora del Museo Picasso y del Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC), que ha tenido acceso a las mejores colecciones con obra de 12 artistas decididos a “ser eternamente jóvenes, eternamente niños”. Palabra de André Derain, que a los 25 años mostró la cara más radical y confusa del movimiento.
Pensar en un disidente es reconocer en Derain el espíritu curioso y culto que descubre las esculturas de Nueva Zelanda, expuestas en el British Museum de Londres, en el invierno de 1906. Fue el primero en asimilar el arte negro, el arte primitivo del que bebieron fauves y cubistas y por el que se pelearon entre ellos. Matisse dice que fue él quien enseñó a Picasso una escultura africana, Picasso lo niega, Les demoiselles d'Avignon nacieron de la visión de unas esculturas en el Trocadero. “Amaron apasionadamente la escultura africana y tomaron de ella formas y signos que han reinventado totalmente la pintura y la escultura de nuestro tiempo”, cuenta Brigitte Léal, Directora adjunta del Centre Pompidou de París.
A los fauves les debe el arte la reivindicación de la estética primitivista, como el arte infantil, el arte popular o el arte naïf. Lo importante para ellos, según Derain, era “que el lienzo sea un crisol para hacer cosas vivas”. Era la primera vanguardia que inoculó la primera mitad del siglo XX y para liberar el arte de siglos de apreturas debían dinamitarlo. “Empezó siendo un movimiento de juventud, exaltación y apertura al futuro. Pero ese empuje colectivo fue fulgurante, tan poderoso como breve en su duración. El fauvismo, cuyas primeras manifestaciones aparecieron en Francia alrededor de 1904, quedó casi extinguido en 1908”, recuerda Claudine Grammont.
Rápidamente, los marchantes se hicieron con los servicios de los artífices de la novedad: Vollard consigue a Derain, Rouault y Vlaminck; Bernheim-Jeune firma con Matisse y Van Dongen; Marquet, Camoin y Friesz exponen con Druet y Kahnweiler. Los museos no compraron obra, no así los coleccionistas extranjeros, que tuvieron un interés precoz por la obra de todos ellos.
No esperen de la primera exposición retrospectiva de este movimiento efímero la originalidad que ellos proponían. La propuesta de Maite Ocaña es un recorrido clásico dividido en cinco capítulos, cuyo hecho extraordinario reside en la calidad de los préstamos y en el volumen de obra expuesta. Lo que llama la atención es que sea la Fundación Mapfre la que asuma este tipo de iniciativas científicas y no lo haga el Museo Reina Sofía. Es una muestra para un museo nacional, no para una sala de exposiciones. Junto al desinterés por las vanguardias demostrado en todos estos años por Manuel Borja-Villel, en España las fundaciones más pudientes prefieren montar sus museos a invertir en las instituciones públicas.
Traducir la realidad
Las otras fieras, las que cuelgan de las paredes, buscaban métodos nuevos para traducir fielmente sus sensaciones. “Los métodos usados en pintura por quienes nos habían precedido de ningún modo podían traducirlas”, recordaba Matisse, uno de los fundadores del archipiélago de salvajes que reivindican la pintura contra los dogmas. No les interesan los paraísos reales, sino los paraísos artificiales.
“Un consejo: no pinte demasiado del natural”, apunta Gauguin a sus jóvenes amigos. Pensar más en el proceso que en el resultado, en el viaje contra la buena impresión y lo correcto. En la jaula de las fieras, la liberación del temperamento era prioritario, a pesar de las críticas: “salvajería del color”, “fealdad chillona de las formas”. De esta manera quedó bautizado el movimiento, en 1905: “Donatello entre las fieras”, escribió el crítico Louis Vauxcelles, por el contraste de las obras con los mármoles donde se expusieron.
Junto a Derain y Matisse, merece la pena detenerse en el atrevimiento de de las pinceladas de Charles Camoin al retratar la intimidad, como en la sugerente La bella durmiente (1904); también ardiente en sus colores y acróbata en las luces Henri Manguin, en Delante de la ventana (1904). Así como el fauvismo nace de los escombros del impresionismo, con Gauguin y Van Gogh como bisagras, la austeridad del cubismo fue la reacción natural contra la expresión desatada de los salvajes. Georges Braque, uno de los dos padres fundadores del cubismo junto con Picasso, dio sus primeros pasos como radical libre junto a los fauvistas.
Todos los movimientos llevan en su interior la crisis del mismo. “La pintura fauve me impresionó por su novedad, y eso iba conmigo. Era una pintura muy entusiasta y cuadraba con mi edad, yo tenía 23 años como no me gustaba el romanticismo, esa pintura física me complacía. Duró lo que duran las cosas nuevas”.