“No es un retrato normal. El retratado no mira al espectador, está retratado en pleno acto de algo que no vemos”, explica William B. Jordan, historiador del arte especializado en el bodegón español que acaba de donar al Museo del Prado un cuadro abocetado cuyo protagonista es Felipe III, pintado por Diego Velázquez, en 1627. Es el primer boceto del pintor sevillano que entra en las colecciones de la pinacoteca nacional. El investigador norteamericano convivía con el cuadro desde hacía tres décadas y asegura que forma parte de la Expulsión de los moriscos, pintada por Velázquez y destruida en el incendio del Alcázar de Madrid.
Compré el cuadro sin verlo en directo, por catálogo, y cuando llegó estaba convencido de que era una obra de Velázquez
Es un pequeño cuadro, que descubre un contrapicado espectacular del busto del rey al que Velázquez no llegó a conocer. Se debió inspirar en otros cuadros de la época. La gola apenas está diseñada, lo mismo que la cabeza, pero el rostro, “la máscara”, del personaje está acabada. La figura se recorta sobre un fondo neutro, que destaca el traje oscuro que viste el rey. Es una pista de aquel cuadro quemado en 1734. Nunca fue copiado.
“No era un fragmento del original, era un boceto del otro”, cuenta Jordan. “Después de vivir muchos años con él, sin darlo a conocer. Decidí traerlo aquí para que mis amigos pudieran evaluarlo y saber si les gustaba”, recuerda. El cuadro fue adquirido por Jordan por “poco dinero”, en una casa de subastas de Londres, en 1988. Salía a la venta catalogado como pintura flamenca y estaba pegado a otro lienzo, repintado y ampliado. Vio algo raro en aquella pieza y la compró. “Era un retrato muy refinado y delicado”, explica.
Está en casa
Y la cara no era de un personaje anónimo, sino de Felipe III. “Está pintado en un día, muy ligeramente, y con poca pintura. Por eso ha llegado dañado. Está discretamente restaurado para devolverle los valores originales. No es un Velázquez que en una subasta suponga una fortuna, porque es un artefacto de trabajo. Algo muy personal para Velázquez. Por eso lo he donado al Prado, porque este es el sitio donde tiene resonancia, donde el cuadro puede ser útil a los historiadores y estudiantes del artista ahora y en el futuro”.
El donante declara a EL ESPAÑOL con casi 80 años de edad quería ver en vida cómo convivía su pintura con el resto de la colección. Cuenta que tiene más obras en casa, “muchas”. ¿Algún otro Velázquez? “No”. ¿Siempre pensó que era una pintura de él? “Sí. Compré el cuadro sin verlo en directo, por catálogo, y cuando llegó estaba convencido. Aunque siempre hay dudas, pero casi siempre he creído en el cuadro. He estudiado a Velázquez toda mi vida y he comprado cuatro Velázquez para los museos en los que he trabajado. Uno aprende a distinguir lo que es y lo que no es”, cuenta a este periódico.
La cara está en muy buen estado, así como la gola. Sólo es el fondo el que está perjudicado
“La cara está en muy buen estado, así como la gola. Sólo es el fondo el que está perjudicado. La restauradora que lo hizo en Dallas es tan cuidadosa, que no ha cubierto nada original. Es muy fina y muy delicada”, asegura. Explica con mucho pudor a este periódico que le gustaría que el Prado reconociera su donación en la cartela: “Probablemente lo van a poner. No es necesario, ni tan importante. Me complace haber podido donarla”.
“Pocas personas como Jordan para saber lo que pasaba en la corte en aquellos años”, dice Javier Portús, Jefe de conservación de pintura española en el Museo Nacional del Prado, y máximo experto en Velázquez. “Sólo sometimos la obra a análisis técnicos y relacionarlo con las investigaciones que tiene el Prado. Comparamos esa obra con otras de la década de los veinte”, añade Portús, que valora favorablemente el estudio científico realizado por Jordan.
Una perilla de prueba
Jaime García-Maíquez, investigador del Prado, explica los resultados de la radiografía, lienzo de tafetán, habitual y compatible con los cuadros de Velázquez de la misma época. Las guirnaldas de tensión aportan más información: la tela se clavetea sobre el bastidor y nos habla de que el cuadro era más grande en origen. “Pudiera ser una medida habitual en Velázquez para este tipo de retratos menores”. La obra fue pintada por el artista en Madrid en aquellos años.
Javier Portús ha recorrido al detalle el retrato para establecer comparaciones con pintores coetáneos y descartar las semejanzas de la obra con retratos de artistas como Carducho o Maíno. “Hablamos de lenguajes muy diferentes”, asegura. Una atribución también se hace por descartes y ha quedado claro que ninguno de ellos está a la altura. “Ante la comparación sólo puede ser de Velázquez”.
La perilla no aparece en Felipe IV hasta 1654 y es idéntica. Está recordando la manera de cómo resolvió la parte inferior del mentón con Felipe III
El especialista compara con otros dos retratos de Felipe IV (de 1627) y del infante don Carlos, cuyos rostros revelan semejanzas muy interesantes: “Hasta qué punto Velázquez construye la expresividad de los cuadros a través de una trama de luces, iluminando los ojos, la punta de la nariz, la parte más alta del labio inferior, la barbilla. Cómo construye los párpados. Labios muy elaborados y similares. La ejecución es muy parecida, dándoles forma a través de sutil variación de los tonos del carmín”, declara Portús, para quien la expresividad es habitual en el pintor.
Y añade un dato curioso al comparar el “nuevo” Felipe III con un retrato de 1654, de Felipe IV, dos pinturas separadas por más de 20 años “de aprendizaje continuo”. Pero el labio y la parte inferior del labio son clavadas, y “la perilla está resuelta idénticamente”. “La perilla no aparece en Felipe IV hasta 1654 y es idéntica. Está recordando la manera de cómo resolvió la parte inferior del mentón con Felipe III”.