Las estrellas siguen brillando cuando nadie mira. Cuando la fiesta de la Historia del Arte cierra las puertas, la penumbra se hace espectáculo y el museo se vuelve íntimo y real. Cuando los cuadros se hacen de carne y hueso, los nombres desaparecen y no hay lucha de clases entre los grandes maestros. Todos son iguales sin mirones. La inmortalidad y divinidad de los personajes pintados se esfuma con el último de sus admiradores abandonando la sala. Los visitantes son expulsados y el paraíso baja el telón. Hasta mañana.
Es una cura de humildad sin testigos. Hasta ahora. El fotógrafo Fernando Maquieira lleva seis años colándose en las salas de museos de nueve países mientras los vigilantes apagan las luces de las salas. El ruido sale por la puerta y el silencio se queda dentro. Fernando, a solas con los cuadros, es un privilegiado que prueba qué ocurre a las dos menos diez de la noche en el centro capitular del Museo del Prado, frente a Las Meninas, con el Hermafrodito dormido, sin los brillos de las luces levantando los colores del lienzo. Es otro cuadro, parece descansar.
El trabajo se titula Nocturna y se expone en Tabacalera (Madrid) y se publica en un libro donde queda patente la inquietante experiencia de deambular por los pasillo de los edificios levantados para la jarana. El fotógrafo ha paseado a solas por la National Gallery, Tate Modern, Museo Thyssen, Museo Arqueológico Nacional, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Museo Rodin, Galleria Spada, Museo Reina Sofía o Centre Pompidou, entre otros. Por la noche, lo que fue verbena, se convierte en cámaras acorazadas.
Prisioneros de las miradas
“Por la noche están vigilados. Los cuadros se convierten en prisioneros en una cárcel custodiada. Por el día, los sospechosos son los visitantes”, recuerda a este periódico el autor de este emocionante recorrido. Fernando Maquieira cuenta que las obras de arte nunca fueron creadas para convivir en un museo, no para compartir espacio con otras. “Por eso, de alguna manera, sí son prisioneros de estos espacios”.
Por la noche, las majas recuperan el erotismo que por el día pierden. Cuando te aíslas con las obras y con esa luz de intimidad, la pintura entra en contacto directo contigo
Nocturna es un asalto a la intimidad del arte. No son reproducciones de las obras de arte, es una experiencia nueva que añade significados a los mitos de la historia del arte. Fernando cruzaba salas muy oscuras, colocando su cámara de gran formato entre la penumbra absoluta, realizando exposiciones muy largas. Mirando un museo nuevo: “Por la noche, las majas recuperan el erotismo que por el día pierden. Cuando te aíslas con las obras y con esa luz de intimidad, la pintura entra en contacto directo contigo”, cuenta.
En el libro escribe Geoff Dyer, para quien la pareja compuesta por La maja vestida y La maja desnuda representa “un ejercicio descarado de exposición, un striptease tan completo y repentino que carece de la menor sugestión de provocación”. Para el especialista, la Maja todavía se desnuda más en la fotografía de Maquieira: “Sin vestir a los ojos de quienes la miran, pero desnuda íntimamente. Como resultado el cuadro recupera una carga erótica que los años de exposición pública le habían ido quitando”.
La luz de la experiencia
Durante el día, contemplación descarada; durante la noche, delicioso voyerismo. Es una fantasía infantil de Fernando, quien se quería colar en El corte inglés para jugar a solas con todo. “Ahora voy con mi cámara por los museos, buscando una experiencia”, dice. De ahí que sea un trabajo documental, en el que se cuela la factura fotoperiodística de seres de piedra. Hacer del vacío una noticia parece imposible, pero ahí está el sátiro danzante de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, apoyado en la pared. Una escultura romana del siglo I después de Cristo, una sombra viva recortada de perfil, fotografiada a las doce y media de la noche.
Fernando incluye la hora en la que fueron tomadas cada una de las imágenes. Es algo más que el registro del encuentro, es la prueba del otro museo que emerge.
Por eso Nocturna es, en realidad, un homenaje a la luz, el punto de unión entre dos disciplinas enfrentadas desde hace siglo y medio. La existencia de la pintura y la fotografía dependen de ella. La luz es la materia pictórica que ordena la paleta de colores del pintor, es el bajo sostenido de los condimentos de un cuadro. Es el pigmento imprescindible y único fuera de control: altera la visión de un cuadro, condiciona su significado y el artista no puede hacer nada. Ni siquiera las Pinturas negras se respetaron y fueron arrancadas del lugar para el que fueron creadas. Donde debían verse.
Fernando hace evidente la trampa de la uniformidad lumínica de los museos, donde se traicionan las condiciones para las que fueron pintadas y todas iluminadas a la par. Sin matices, sin tamices. Si Goya viera cómo se enseñan las que hizo para la Quinta del sordo, probablemente preferiría verlas por la noche. Como las vio el fotógrafo. Las luces atraviesan las piezas, también a la Dama de Elche, enrojecida por el infrarrojo de la cámara de su ayudante aquel día, Juan Millás.
Y junto a la luz sin tocar, el silencio sepulcral. Cientos de noches en el museo que confirman que las pinacotecas vacías son el fracaso de la sociedad. Los referentes previos a este trabajo eran las imágenes de las salas desalojadas del Museo del Prado, durante la Guerra Civil. “El silencio y la penumbra consiguen una relación más íntima con el arte, que durante el día se pierde por la gente, la luz, el ruido e incluso las cartelas. Porque las cartelas convierten las pinturas y los pintores en marcas”, cuenta el fotógrafo que humaniza la obra de arte y se asusta con las momias del Museo Arqueológico Nacional. La noche viva.