El pecado de 'Las Meninas': liberar a las mujeres de sus hábitos
Ernesto Caballero sube al Centro Dramático Nacional una sociedad que ha renunciado a las Humanidades. Carmen Marchi interpreta a una monja copista que rompe con sus hábitos gracias al arte.
13 diciembre, 2017 13:41Mientras en la realidad, las monjas venden el patrimonio a hurtadillas, en la ficción se presentan como salvadoras de un lienzo que se pone a la venta: Las Meninas. Estamos en un futuro no muy lejano, imaginen: para salir de la crisis financiera, el Estado español pone a la venta el patrimonio artístico. Y el cuadro más importante del Museo Nacional del Prado ya tiene comprador. Va a salir del país en ruinas, que con tan poco cuidado a tratado a su patrimonio y con tanto desdén ha abandonado las Humanidades. Una monja copista recibe el encargo de realizar una réplica exacta del original de Velázquez, para que los españoles al menos recuerden cómo era la joya de la corona.
Tranquilos, es una obra de teatro. Y probablemente no ocurra, ¿no? El museo de momento no vende, alquila.
La función de Ernesto Caballero aterriza en el Centro Dramático Nacional después de casi un año de rodaje por toda España. La autora de Las Meninas (del 15 de diciembre al 28 de enero) está interpretada por Carmen Machi, Mireia Aixalá y Francisco Reyes, es una fábula sobre la vanidad y la liberación.
La monja, como si fuera El rey se muere (1962) de Eugène ionesco, se va despojando de los hábitos que le aprietan y le hacen dudar de todo lo que es. El arte ha puesto su identidad en jaque. Ella ha descubierto el arte y ya no volverá a ser la misma, porque ha abierto la puerta a la libertad. Tratar con el Velázquez de cerca, lleva a la copista a rasgarse sus vestiduras y creerse la pintora más importante de la Historia.
Se está despojando en escena de la grisura que ahoga y asfixia su punto de vista, su libertad. "Venciste mujer, venciste por no dejarte vencer", dice la monja en un momento, una cita a Calderón de la Barca. Pasa de ser masa gris a asumir una identidad única e irrepetible, colorida, propia de cualquier ser humano. Pero Sor Ángela (Carmen Machi) se pierde en el trayecto.
Estalla el conflicto: pecar por romper con su silencio cuando le ofrecen firmar la obra y exponerla, cuando le dan la oportunidad de dejar de ser cualquiera para ser alguien. Pecado católico del bueno, virtud capitalista de primera. “Sufre una revolución personal”, explica Machi a este periódico. “Es una revolución como mujer y como ser humano, que le hace tomar su propia voz. El hábito le estorba. Hay algo dentro de ella que quiere salir y eso es muy doloroso”, cuenta.
Sor Ángela sale de su anonimato para ser reconocida, como Ángela. Sin embargo, el reconocimiento a la liberación de la mujer que sucede en escena no era la prioridad de la creación de Caballero. Ha ido creciendo poco a poco, con la interpretación del público. Machi habla de sus encuentros con mujeres que han ido a ver la obra y como le explican que, al final, la mujer vence. Que una mujer que ha tragado y callado, de repente, gracias al arte, se libera de todo.
Para Caballero la monja del inicio de la obra representa la actitud artesanal y sometida, que asume su actividad despojada de todo subjetivismo. “Su hábito es la prueba de la renuncia a la subjetividad”, dice. “Quería poner en escena el trayecto de conquista de la subjetividad. Cuando Velázquez se asoma al cuadro lo hace para declararse como alguien especial, no como un artesano”. Es la presencia del genio contemporáneo que se reivindica. Pero la obra habla de los excesos de la subjetividad, de ese individualismo exacerbado que puede producir monstruos ególatras, consumidos y ensimismados en una vanidad inflada.
Pero la obra, sobre todo, es una voz de alarma de urgencia contra el rechazo social de las Humanidades. “Es una provocación amable, porque tiene humor, pero plantea una sociedad que se ha dejado arrastrar por los criterios economicistas neoliberales, que desatiende el patrimonio, la gran inversión”. Es decir, Cristóbal Montoro tiene que venir con urgencia a ver la obra, porque sobre la escena se presenta una sociedad liberada de toda necesidad artística y humanística. Una humanidad deshumanizada.