La irlandesa Eileen Gray es uno de los nombres de referencia del interiorismo y el diseño, con creaciones como la mesa E-1027 de acero tubular y cristal, o el sillón Bibendum, inspirado en el muñeco de Michelin, que han pasado a formar parte de la historia de la modernidad. Y otro termómetro, el de las subastas, tampoco le da la espalda: en el 2009, un sillón suyo, que era el preferido de Yves Saint Laurent, fue adjudicado por la estratosférica cifra de casi 22 millones de euros. En principio, no parecerían éstas las características de una olvidada.
Y sin embargo, en los últimos tiempos se están alzando cada vez más voces que buscan darle a Gray, fallecida en 1976 a los 98 años, su verdadero crédito, que iría más allá del interiorismo, para reivindicarla como arquitecta, profesión por definición muy restrictiva con las mujeres. El detonante ha sido la reciente restauración de la que muchos consideran su gran obra maestra, en la que se ha consagrado la profanación que en ella cometió una vaca sagrada con la que tuvo unas difíciles relaciones, y que responde al nombre de Le Corbusier.
El pasado año, Francia anunció con satisfacción que la Villa E-1027, situada en Roquebrune-Cap-Martin, en la bahía de Mónaco, volvía a lucir en todo su esplendor. La casa había sido construida entre 1926 y 1929 por Gray y su entonces pareja, el arquitecto rumano Jean Badovici. Se trata de una maravillosa obra racionalista, en la que cada detalle del interior y el exterior está pensado para ir evolucionando con la luz y las variaciones del clima en esa zona. Desde el principio despertó la admiración de cuantos la visitaron, entre ellos el famoso arquitecto Le Corbusier, que llegó a construirse una casa cerca de la E-1027 (nombre que procedía de combinar la 'E' de Eileen con el número de las iniciales de la pareja en el abecedario: 10 por la 'J' de Jean, 2 por la 'B' de Badovici, y 7 por la 'G' de Gray).
Gray siempre se había destacado por rechazar unirse a ningún movimiento ni aceptar magisterio alguno: nunca entró en la órbita de Le Corbusier ni de Mies Van der Rohe, los dos arquitectos más cercanos a su estilo, ni en escuelas como la de la Bauhaus. Tampoco en lo sentimental aceptaba ataduras: era bisexual, y ninguna de sus relaciones llegó a cuajar de forma duradera. Tampoco con Badovici: diez años después, la pareja se había roto y los dos abandonaron la casa que tanto simbolizaba su relación. En 1938, Le Corbusier se instaló en ella y llevó a cabo lo que siempre había deseado y Gray le había negado, por considerar que estropeaba el preciado equilibrio de la casa: pintó unos brillantes murales en paredes que habían sido concebidas totalmente blancas. La obra de arte quedaba así violentamente alterada.
La restauración actual ha consagrado la presencia de los murales, que además han sido declarados intocables. Como afirman los expertos Patxi Eguiluz y Carlos Copertone en la revista AD, "no se podrá nunca averiguar si fue un acto de adoración a la obra de aquella mujer pionera o si fue un intento de apropiarse de ella, celoso de sus logros, aunque no cabe duda de que Le Corbusier nunca hubiera pintado aquellos murales en la obra de un compañero al que respetara y del que no tuviera su permiso". Lo cierto es que la propia autoría de Gray fue durante un tiempo discutida, a pesar de que no fue la única casa que firmó: suya es otra vivienda en la Costa Azul, la Villa Tempe á Pailla, y algunos (escasos) proyectos más.
Tras la Segunda Guerra Mundial, hasta su fama como interiorista se fue apagando. Sin embargo, en sus últimos años de vida volvió a primera línea: el prestigioso diseñador Zeev Aram se hizo con los derechos de su obra y la redescubrió al mundo. Hoy, el Museo Nacional de Irlanda alberga una colección permanente dedicada a ella, sus diseños han traspasado las puertas del londinense Victoria and Albert Museum y el parisino Centro Pompidou, y un documental, Gray Matters, de Marco Orsini (2014), se ha convertido en punta de lanza en la recuperación de su legado total.
El caso de Gray, además, es ejemplar por lo que supone de reivindicación de un papel, el femenino, que, como en tantas otras disciplinas artísticas, también ha sido ninguneado en la arquitectura. Parecería que, mientras los varones diseñaban los muros y las grandes estructuras, a las mujeres sólo les cabía ocuparse de los interiores, ser poco más que unas habilidosas decoradoras. Unos roles que, en cierta forma, no son más que la versión high class y refinada del papel que la tradición adjudica, una y otra vez, a cada uno de los sexos.