Nadie suele mencionarlos a la hora de hablar de los acontecimientos que transformaron la historia entre los siglos XVIII y XIX, pero los grandes viajes científicos contribuyeron a convertir al mundo en algo muy distinto a lo que había sido durante los siglos anteriores. James Cook, Joseph Banks, Jorge Juan, Alejandro Malaspina o Charles Darwin recorrieron el mundo subidos a sus barcos no con ansias de conquista, sino de conocimiento y comprensión. Algo que, por cierto, no estaba exento de un interés geoestratégico: por primera vez, la ciencia se convertía en una cuestión de Estado.
Pero si hay un nombre fundamental en esa nómina de viajeros surgidos al calor del Siglo de las Luces, es el de Alexander von Humboldt (1769-1859), un noble prusiano que ocupó varios cargos en la administración de su país antes de invertir la inmensa fortuna que heredó en un viaje que le llevara a tierras lejanas. Su primer propósito fue viajar a Egipto y, de ahí, hacia Oriente Medio y la India, pero las guerras napoleónicas le obligaron a desistir. En su lugar, y gracias a la intercesión del ministro Mariano Luis de Urquijo, se encaminó hacia España y logró de Carlos IV, a quien visitó en Aranjuez, el permiso y los salvoconductos para recorrer toda la América hispana.
Gracias a él, Humboldt, acompañado del francés Aimé Bonpland, partieron de La Coruña en la corbeta Pizarro hacia las islas Canarias, a donde llegaron el 19 de junio de 1799. Allí estuvieron seis días, que marcaron de forma indeleble al viajero y que, en cierta forma, prepararon su mente para comprender lo que le esperaba al otro lado del Atlántico.
Medir el Teide en el siglo XVIII
Su empeño fundamental fue ascender al Teide, algo que hasta entonces habían hecho tan sólo un puñado de personas. Cuando lo hizo, anunció que la altura era de 3.734 metros (un grado de exactitud sorprendente, pues hoy sabemos que sólo se pasó por dieciséis metros de la altura real). Pero lo más importante fue que, al ir ascendiendo hacia el cráter, fue observando y documentando cómo se iban sucediendo los distintos tipos de vegetación. Allí fue donde tuvo la primera intuición sobre cómo circunstancias como la altitud, la temperatura, las horas solares, la composición del suelo, etc., y el tipo de plantas que es posible encontrar, está íntimamente interrelacionado. Fue una idea que desarrollaría más tarde al remontar el Orinoco y visitar zonas como lo que luego sería Venezuela, Ecuador, Perú, Colombia, México o lo que ya era Estados Unidos, y que luego plasmaría en su obra magna, Kosmos, donde por primera vez apunta la idea del equilibrio ecológico.
Además, Humboldt dedicó cuarenta páginas de su diario a dejar constancia detallada de aspectos de la vida en las Canarias, especialmente en la isla de Tenerife. Se maravilló ante un drago, hoy ya desaparecido, y observó cómo los habitantes de la isla eran capaces de aprovechar los grandes neveros de las alturas para comerciar con hielo. Pero si hubo algo que le fascinó fue el funcionamiento de los volcanes, cuya naturaleza intentó comprender. Entre los enciclopédicos temas que tocó en su obra, la vulcanología, de la que fue un pionero, le llevó a comparar el Teide con otros gigantes americanos como el Chimborazo o el Popocatépetl. Nadie hasta entonces había prestado atención a las diferencias entre ellos, y de qué distintas formas actuaban las fuerzas que moldeaban el entorno e influían en la flora y la fauna que los rodeaba.
La inspiración de Darwin
Las ideas de Humboldt, que buscaban por primera vez abarcar todos los campos científicos, del astronómico al geológico, del geográfico al biológico, inspiraron a la generación siguiente. Un joven Charles Darwin embarcó en el Beagle, que también pasaría por Canarias, lleno de las lecturas del sabio prusiano, que probablemente le prepararon para hacer las observaciones que, a su vuelta, cristalizarían en su teoría de la evolución, uno de los ejes de la revolución que transformaría al mundo en las décadas siguientes. El propio Darwin terminó por conocer en persona a Humboldt en 1842, un encuentro que, sin duda, figura entre los más trascendentales de la historia, por mucho que no aparezca en las listas habitualmente repetidas.
Dejó escrito el viajero alemán al abandonar Tenerife: "¡Qué placer me ha dado la estadía en las Islas Canarias! Casi todos los naturalistas (como yo) han pasado a las Indias, no han tenido la oportunidad de ir más allá del pie de ese coloso volcánico y admirar los deliciosos jardines del Puerto de La Orotava." Y más adelante: "Me voy casi en lágrimas; me hubiera gustado establecerme aquí; y apenas acabo de dejar la tierra de Europa ¡Si tú pudieras ver esos campos, esos seculares bosques de laureles, esos viñedos, esas rosas! ¡Aquí se engordan los cerdos con duraznos!". Y allí comenzó a incubarse una revolución.