Llega el 12 de octubre. Descartada la denominación del Día de la Raza, y fallida la conversión de la comunidad iberoamericana en un remedo de la Commonwealth británica, hace tiempo que la conmemoración del “descubrimiento” de América ha dejado de ser monolítica. Ya en 1893, en el prólogo a la edición argentina de su Historia de la conquista de América, Emilio Castelar se lamentaba amargamente de la ingratitud que suponía que las naciones surgidas de las antiguas colonias españolas se manifestaran tan poco agradecidas con la herencia recibida.
"¡Cuán injustas las maldiciones que se lanzan, y cuán apasionados los juicios que se forman al siniestro resplandor del odio sentido por las especies sociales contra sus padres cuando se creen llegadas a la hora de huir del hogar paterno y realizar su natural emancipación!", escribió Castelar. Claro que, como el mismo prócer aducía a continuación, no era algo nuevo, sino la misma dinámica de la historia, de la misma forma que Roma había renegado de Grecia, el mundo germánico de Roma, y así sucesivamente.
La polarización entre la imagen de una España evangelizadora que llevó la religión católica y un sistema de Gobierno a lo que sería un conglomerado de tribus primitivas en perpetua guerra, y la visión contraria de la Leyenda Negra, puesta en circulación por los eficientes propagandistas ingleses a partir del siglo XVI, ha hecho muy difícil establecer un relato aquilatado sobre lo que ocurrió realmente en la América española, especialmente en las primeras décadas tras la llegada de Cristóbal Colón. Pero los trabajos recientes de historiadores como Antonio Espino, de la Universidad Autónoma de Barcelona, o Antonio Acosta, de la de Sevilla, han permitido ofrecer un relato más acorde con lo que sería el comportamiento esperable en una potencia conquistadora europea del siglo XVI, que para colmo tenía enfrente a un enemigo muy superior en número, pero inmensamente inferior en tecnología y medios.
La civilización evoluciona
Los defensores de la labor civilizadora de España en América tienden a establecer un paralelismo con la influencia romana en los territorios conquistados. Si hubo brutalidades en los medios utilizados por los conquistadores españoles, con ejecuciones masivas y métodos de terror entre la población, fueron puntuales, de la misma forma en que el Imperio Romano pudo ser brutal en la conquista pero magnánimo en la gestión del territorio ya controlado, al que llevaría la prosperidad. El mismo concepto de civilización ha evolucionado con el tiempo: si hace 100 años aún se señalaba a la religión católica como el principal motor de la expansión española en América, hoy el idioma se ha convertido en la esencia de por qué estuvimos allí.
La historia gloriosa de la conquista española de América ha sufrido el mismo desgaste que la de otros procesos de tintes épicos que han narrado la expansión del hombre blanco y de origen europeo por territorios de los que no era originario. Ni los británicos en la India o Australia, ni los estadounidenses en su carrera hacia el Oeste o los franceses en sus posesiones africanas se escapan a una revisión que pone cada vez más en cuarentena las supuestas razones civilizatorias para hablar de otras más mundanas como la explotación de los recursos naturales, el dominio sobre un mayor territorio que las otras potencias competidoras y, en general, la consideración de los habitantes de esas tierras como seres inferiores y poseedoras de menores derechos que los invasores.
La cruel herencia
Hoy en día, no parece haber discusión sobre las crueldades. La diferencia son los matices, entre los que consideran que no era nada extraño en cualquier guerra sostenida por cualquier otra nación del momento, y los que hablan de una voluntad y un plan reales de exterminio de las poblaciones indígenas, lo que llevaría al concepto del "genocidio". Los historiadores que aceptan este término son minoría, pero son más los que consideran que, dados los efectos reales de disminución de la población autóctona, especialmente por la difusión de enfermedades como la viruela, poco importa si había una voluntad real o no, porque los efectos fueron los mismos.
Más de 500 años después, es difícil hablar de purismo en la presencia española en América. Pero los hechos siguen siendo tozudos y, sobre todo, irreversibles. La polémica reciente despertada en Estados Unidos por los defensores de los caballos mustang, descendientes de los llevados por los españoles, es una prueba de ello: las leyes de aquel país los dejan sin protección porque no son considerados animales autóctonos norteamericanos, a pesar de haberse convertido en un elemento indispensable de la imagen tradicional del indio estadounidense. Los conservacionistas, sin embargo, afirman que poco importa su origen, porque lo cierto es que ya forman parte de la esencia del país. Quizá esa historia encierre toda una metáfora sobre la verdadera y perdurable herencia de nuestro paso por América.