Hace justo 250 años, se ponía en marcha un proceso que iba a arrojar al corazón de Europa a miles de refugiados que irían pasando de estado en estado sin que nadie quisiera hacerse cargo de ellos, y que llegarían a conocer el hacinamiento en campos sin las más mínimas condiciones higiénicas y de subsistencia. Pero, frente a otras oleadas, en esta ocasión no venían de ningún lugar fuera del continente o pertenecían a alguna minoría normalmente perseguida; no, estos refugiados habían conformado hasta el momento de su expulsión gran parte de la élite de nuestro país y de otros reinos europeos.
Eran los jesuitas, antaño celosos defensores de la fe católica contra la Reforma que dividió a los reinos cristianos y que, en la nueva situación creada por el afianzamiento de los regímenes absolutistas ilustrados, se habían convertido en una molestia para casi todos.
En 1766, los planes modernizadores del rey Carlos III, que había llegado a España desde Nápoles acompañado por un nutrido grupo de asesores extranjeros que habían despertado suspicacias entre la aristocracia, sufrieron un varapalo cuando un sangriento motín contra las medidas del marqués de Esquilache, que pretendía prohibir la tradicional capa y buscaba que se iluminaran las sórdidas calles madrileñas, arrojó una cuarentena de muertos y fuertes disturbios que obligaron al monarca a destituir a su protegido. En aquel momento, el alza de los precios de los productos básicos había ocasionado un profundo descontento, que fue rápidamente encauzado de forma violenta por agitadores para levantarse contra el Gobierno.
Celos de los jesuitas
Pero, ¿quiénes habían sido esos agitadores? Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla y convencido antijesuita, no tuvo ninguna duda de que los miembros de la Compañía de Jesús estaban tras lo sucedido. En un momento en el que la monarquía absolutista buscaba llevar el control a cada rincón del estado, una orden que mantenía un cuarto voto de obediencia a un monarca extranjero, como era el Papa, no despertaba ninguna simpatía en el nuevo rey. Además, otras órdenes estaban celosas de los privilegios de los jesuitas, que históricamente habían sido los confesores de la familia real, y del poder que habían alcanzado en América con sus misiones, que llegaron a administrar con casi total autonomía.
La influencia de otras corrientes religiosas que buscaban un mayor rigor en la forma de entender la religión, frente a la mayor flexibilidad jesuita, y el deseo de los obispos de apoyar al rey para que éste decidiera sobre los nombramientos de la jerarquía eclesiástica frente al Papa, tampoco ayudó.
Más de 5.000 jesuitas, la mitad desde España y la otra desde América, y sin excepción ninguna por motivos de salud, raigambre o edad, fueron subidos a barcos en distintos puertos y expulsados del país
Campomanes dirigió una Pesquisa digna de un estado totalitario, en la que se violó la correspondencia de la Compañía y se elaboró un confuso memorando que mezclaba rumores, datos parciales e interpretaciones discutibles. Pero eso fue suficiente para que el 27 de febrero de 1767 el rey firmara la pragmática sanción que ordenaba la expulsión inmediata de todos los jesuitas, la incautación de todos sus bienes y la imposición de la pena de muerte para quien osara volver a España.
Disolución de la compañía
Se puso en marcha un complejo procedimiento para llevar a cabo lo ordenado y finalmente, entre el 31 de marzo y el 2 de abril, todas las casas jesuitas fueron rodeadas por soldados. Se procedió a la lectura de la pragmática sanción y se les conminó a proceder a recoger sus cosas, con la expresa prohibición de llevarse libros. Pocos días después, más de 5.000 jesuitas, la mitad desde España y la otra desde América, y sin excepción ninguna por motivos de salud, raigambre o edad, fueron subidos a barcos en distintos puertos y expulsados del país.
Cuando ya estaban en la mar, Carlos III recibió una misiva de Clemente XIII por la que le informaba de que se negaba a recibirlos en los Estados Pontificios, a pesar de que siempre se hubieran significado en la defensa del papado. De hecho, sus cañones les obligaron a retroceder cuando intentaron desembarcar en Civitavecchia. En medio de un auténtico guirigay diplomático, finalmente fueron hacinados en la zona norte de la isla de Córcega, partida entre genoveses y franceses y en una frágil tregua, y sólo gracias a que Carlos III les había concedido una mínima pensión procedente de la venta de sus bienes que se destinaría a mantenerles.
Hasta 1769 el papado no les admitió en sus territorios, y tuvieron que buscarse la vida en Roma junto a los otros miles de jesuitas expulsados de Portugal, Francia y otros reinos. Finalmente, la presión de Carlos III consiguió que el nuevo Papa, Clemente XIV, disolviera la Compañía. Muchos antiguos jesuitas se repartieron por Europa en busca de medios para subsistir. No sería hasta 1814 que no se restituiría la orden y se le permitiría instalarse de nuevo en España.